Por Ivelisse Prats Ramírez de Pérez
Desde que no la tengo, me mortifica pensar que la deje sola tantas veces, en la inconsciente alegría de la adolescencia, para irme a parlotear por ahí, con noviecito o con las amigas, sin presentir siquiera que iba a durarme tan poco su ternura.
Cuento con impotencia los besos que no llegué a darle, los abrazos que se quedaron truncos, las charlas que debí proseguir durante horas y horas, y que la impaciencia de mi juventud quebraban para un “después” al que ella no pudo arribar.
Supongo que los que como yo, han perdido muy temprano a sus madres, sienten igualmente este dolor continuado y estéril, esta angustia, este remordimiento por no haberse asido con fiereza al disfrute bendito del tierno a su lado.
Al morir la madre, siente uno que no debió nunca separase ni un minuto de ella, que teníamos que permanecer acurrucaos a su lado como cuando éramos pequeñitos, que en el atrio del vientre materno debíamos continuar, simbólicamente, mientras esa madre respirara y pudiera cubrirnos con su mirada limpia.
¿Por qué no detuve mi vida al lado de su cama de enferma, por qué no bebí sus palabras y gestos, en cada instante, sin pausa y sin tregua, por qué desperdicié algunos minutos en simples actividades cotidianas y fútiles, cuando luego, tan pronto, tan cerca, perdería para siempre la ocasión de mirarla, de hablarle, de oírla?
En las noches oscuras, más oscuras ahora en medio de la crisis energética que agobia sin piedad a los tristes, siento la honda necesidad de tenerla a mi lado de nuevo, a mi madre, para confiarle mis problemas y mis cuitas.
O para que estuviera conmigo simplemente, en silencio, dándome su presencia como me dio la vida.
Pero hace 39 años que eso se hizo imposible, con su muerte, que inauguró la soledad que me acompaña desde entonces como un gendarme duro y frío.
En vano los hijos llegaron, remultiplicaron y crecieron a la sombra de mi heredada ternura: después que soy mamá, siento más que nunca no ser hija, porque cambié para siempre mi enclaustrado, protegido sitial en el que nada podía herirme para ser yo misma, inagotablemente cuna y nido.
Mama era bella y dulce, de clásico perfil y sonrisa serena, voz suave y sin embargo, firme de espíritu y propósitos. A medida que el tiempo pasa y siento más su ausencia, la veo en todas partes: en las páginas de los libros que amó, poemas de Rilke y Valencia, en el color azul que le placía, en la meticulosidad que no heredé y en la maternidad sin tacha de mis hijas.
Incluso en el espejo, al mirarme, ahora que envejezco sin remedio, sorprendo a veces en mi rostro tan similar al de papa un gesto, una mirada que me aproxima a ella, tan diferente a mí y tan amada precisamente porque era de semejante e ideal como una hermosa , inalcanzable utopía.
Al recordarla hay en mi un sobrecogimiento interior, una sensación inconclusa de no haberla agotado en sus esencias mientras la tuve viva.
Pienso que debí retratar cada uno de sus gestos, cada una de sus maneras de expresarse y de existir cada mirada y cada crispación, cada palabra y cada silencio suyos.
Cuando al evocarla un pequeño bache en la memoria me hace titilar su imagen al faltarme un detalle, un vestido, un tocado, un regaño, un regreso, me acuso de no haber sido a su lado más fiel y consecuente esponja para absorber cuanto era ella y debía por siempre haberme pertenecido.
Y como los recuerdos materiales que me quedan son pocos y pobres, tengo que atormentar entonces esta memoria mía para suplir con el amor de ahora lo que el amor de entonces, juvenil e inexperto, no supo apropiarse y conversar como tesoro único.
La fabrico cada día para darle esos mismos que no fueron suficientes y pródigos, para contarle las cosas que me han pasado después de su muerte y que ella hubiera transformado en soportables y buenas, y para completar el patrimonio que le quedé debiendo, porque ella, tan discreta, tan noble, partió demasiado temprano en un noviembre adusto, y lo hizo de puntillas, sin quejarse apenas, para no hacerme llorar, protegiéndome del dolor como había hecho desde que yo era pequeñita.
En tantos años transcurridos, no he podido sustituirla ni con los hijos, la docencia, la agitación, la lectura, la política ni la poesía.
Ella esta ahí, donde no podrá estar más nunca viva, remordiéndole en cada hora que no pasé junto a ella y consolándome en la certeza de su amor entero y absoluto.
Noviembre entra y me aproxima al día terrible y sordo en que mamá murió, dejándome en suspenso su ternura. Por eso, renuevo mi dolor que es una forma de quererla de lejos, y mi recuerdo hecho de retazos, de intuiciones, de vivencias, de reproducciones inconclusas.
Mi único consuelo es existir en su nombre, ver crecer las nietas y acechar en ellas que aparezcan sus ojos, su dulzura templada o su recatada sonrisa, y musitar “mamá” de nuevo, como si fuera niña, y me hiciera perdonar, de rodillas a su lado, el tiempo que malgasté sin disfrutarla y que sólo recuperaré cuando quizás pronto Dios me lleve a su encuentro, definitivamente, para que ya no me abandone nunca.
Entonces podré seguir diciendo, como ahora, como ayer, como siempre, allá y aquí y en todas partes: Mamá, te quiero mucho.
Desde que no la tengo, me mortifica pensar que la deje sola tantas veces, en la inconsciente alegría de la adolescencia, para irme a parlotear por ahí, con noviecito o con las amigas, sin presentir siquiera que iba a durarme tan poco su ternura.
Cuento con impotencia los besos que no llegué a darle, los abrazos que se quedaron truncos, las charlas que debí proseguir durante horas y horas, y que la impaciencia de mi juventud quebraban para un “después” al que ella no pudo arribar.
Supongo que los que como yo, han perdido muy temprano a sus madres, sienten igualmente este dolor continuado y estéril, esta angustia, este remordimiento por no haberse asido con fiereza al disfrute bendito del tierno a su lado.
Al morir la madre, siente uno que no debió nunca separase ni un minuto de ella, que teníamos que permanecer acurrucaos a su lado como cuando éramos pequeñitos, que en el atrio del vientre materno debíamos continuar, simbólicamente, mientras esa madre respirara y pudiera cubrirnos con su mirada limpia.
¿Por qué no detuve mi vida al lado de su cama de enferma, por qué no bebí sus palabras y gestos, en cada instante, sin pausa y sin tregua, por qué desperdicié algunos minutos en simples actividades cotidianas y fútiles, cuando luego, tan pronto, tan cerca, perdería para siempre la ocasión de mirarla, de hablarle, de oírla?
En las noches oscuras, más oscuras ahora en medio de la crisis energética que agobia sin piedad a los tristes, siento la honda necesidad de tenerla a mi lado de nuevo, a mi madre, para confiarle mis problemas y mis cuitas.
O para que estuviera conmigo simplemente, en silencio, dándome su presencia como me dio la vida.
Pero hace 39 años que eso se hizo imposible, con su muerte, que inauguró la soledad que me acompaña desde entonces como un gendarme duro y frío.
En vano los hijos llegaron, remultiplicaron y crecieron a la sombra de mi heredada ternura: después que soy mamá, siento más que nunca no ser hija, porque cambié para siempre mi enclaustrado, protegido sitial en el que nada podía herirme para ser yo misma, inagotablemente cuna y nido.
Mama era bella y dulce, de clásico perfil y sonrisa serena, voz suave y sin embargo, firme de espíritu y propósitos. A medida que el tiempo pasa y siento más su ausencia, la veo en todas partes: en las páginas de los libros que amó, poemas de Rilke y Valencia, en el color azul que le placía, en la meticulosidad que no heredé y en la maternidad sin tacha de mis hijas.
Incluso en el espejo, al mirarme, ahora que envejezco sin remedio, sorprendo a veces en mi rostro tan similar al de papa un gesto, una mirada que me aproxima a ella, tan diferente a mí y tan amada precisamente porque era de semejante e ideal como una hermosa , inalcanzable utopía.
Al recordarla hay en mi un sobrecogimiento interior, una sensación inconclusa de no haberla agotado en sus esencias mientras la tuve viva.
Pienso que debí retratar cada uno de sus gestos, cada una de sus maneras de expresarse y de existir cada mirada y cada crispación, cada palabra y cada silencio suyos.
Cuando al evocarla un pequeño bache en la memoria me hace titilar su imagen al faltarme un detalle, un vestido, un tocado, un regaño, un regreso, me acuso de no haber sido a su lado más fiel y consecuente esponja para absorber cuanto era ella y debía por siempre haberme pertenecido.
Y como los recuerdos materiales que me quedan son pocos y pobres, tengo que atormentar entonces esta memoria mía para suplir con el amor de ahora lo que el amor de entonces, juvenil e inexperto, no supo apropiarse y conversar como tesoro único.
La fabrico cada día para darle esos mismos que no fueron suficientes y pródigos, para contarle las cosas que me han pasado después de su muerte y que ella hubiera transformado en soportables y buenas, y para completar el patrimonio que le quedé debiendo, porque ella, tan discreta, tan noble, partió demasiado temprano en un noviembre adusto, y lo hizo de puntillas, sin quejarse apenas, para no hacerme llorar, protegiéndome del dolor como había hecho desde que yo era pequeñita.
En tantos años transcurridos, no he podido sustituirla ni con los hijos, la docencia, la agitación, la lectura, la política ni la poesía.
Ella esta ahí, donde no podrá estar más nunca viva, remordiéndole en cada hora que no pasé junto a ella y consolándome en la certeza de su amor entero y absoluto.
Noviembre entra y me aproxima al día terrible y sordo en que mamá murió, dejándome en suspenso su ternura. Por eso, renuevo mi dolor que es una forma de quererla de lejos, y mi recuerdo hecho de retazos, de intuiciones, de vivencias, de reproducciones inconclusas.
Mi único consuelo es existir en su nombre, ver crecer las nietas y acechar en ellas que aparezcan sus ojos, su dulzura templada o su recatada sonrisa, y musitar “mamá” de nuevo, como si fuera niña, y me hiciera perdonar, de rodillas a su lado, el tiempo que malgasté sin disfrutarla y que sólo recuperaré cuando quizás pronto Dios me lleve a su encuentro, definitivamente, para que ya no me abandone nunca.
Entonces podré seguir diciendo, como ahora, como ayer, como siempre, allá y aquí y en todas partes: Mamá, te quiero mucho.
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