martes, 24 de marzo de 2009

Mi Abuelo Fello



De Ligia Minaya

Era talabartero. Un oficio olvidado y desconocido para las nuevas generaciones. Inclinado sobre su máquina pasaba el día haciendo sillas de montar, esterillas, correas para los estribos y las espuelas, fustas con que se azuzaban los caballos y correas para hombres. Una labor que ejerció con dignidad, y aunque ya la fiebre del automóvil había desplazado las monturas, él seguía en su afán.

A pesar de todo, conservaba algún cliente, como Don Jacobo de Lara, que llegaba en su alazán, a charlar y a encargarle alguna pieza. Se levantaba de madrugada y se instalaba en su taller. Allí estaba hasta la hora de comer y volvía luego de dormir la siesta. Era su vida, lo que siempre hizo, y de no hacerlo se iría muriendo poco a poco. En la noche, después de cenar, la abuela se acercaba y los dos, en sendas mecedoras, comentaban los acontecimientos del día. Los domingos, sin falta, a las retretas. Una silla al lado de Don Tilo Rojas, el director de la banda de música, para disfrutar de alguna pieza clásica y los danzones que tanto le gustaban. Para esa ocasión vestía un impecable flux blanco de dril presidente, sombrero y zapatos negros. Jamás usó, ni para trabajar, una camisa que no fuera blanca. Cuando comenzaron a usarse los colores en los hombres, le regalé una de color beige muy claro que nunca se puso, o mejor dicho, sí se la puso, por unos minutos, para complacerme. También había tertulias cada tarde. Don Vicente de la Maza y Don Pablito Rodríguez, quienes eran enemigos, se asechaban el uno u otro para no coincidir. Era la hora de tomar una aromática taza de café, junto al Dr. Sanlley, Doroteo Regalado y otros compañeros fieles a la cita. Hablaban en voz baja. Porque en tiempo de la dictadura no podía ser de otra manera. Estoy orgullosa de haberlo tenido como abuelo. Cabal de los pies a la cabeza. Respetuoso, al que jamás le oí levantar la voz.

Mi mayor alegría era acompañarlo a Santiago, a la Tenería Bermúdez (no sé si existe todavía), a comprar pieles para aquellas hermosas sillas de montar. Todavía siento el olor penetrante con que "curaban" aquellos cueros hasta convertirlos en pieles relucientes.

Luego nos íbamos paseando por la calle El Sol, me compraba un helado y nos deleitábamos en las vitrinas. Había complicidad entre abuelo y nieta, quizás por ser la primera y vivir bajo su amparo. Si es que hay otra vida que se repite como ésta, quiero volver tenerlo como abuelo. Éramos pobres, con esa pobreza digna que había antes. Con el abuelo aprendí a amar la lectura.

Recibía El Caribe, cada día, y yo, después del colegio, me sentaba a su lado y leía lo que pasaba en el país, que era poco o nada lo que se decía en ese tiempo. En lugar de ser él quien me contara cuentos, yo se los contaba a él.

De ahí me viene el oficio. Cuando murió, yo estaba a su lado. Lanzó un suspiro y con él se le fue la vida. Esa escena también está conmigo. Murió como vivió, en paz. Fello Minaya siempre estuvo rodeado de sus hijos e hijas y de esta nieta que hoy lo recuerda con amor. Denver, Colorado.

Estoy orgullosa de

haberlo tenido como abuelo.

Cabal de los pies a la cabeza.

Respetuoso,

al que jamás

le oí levantar la voz.

1 comentario:

  1. He dado con su blog por casualidad, y me ha gustado la historia de su abuelo. Pocas cosas interesantes se encuentran en los blogs. Este es uno de esos pocos. Enhorabuena y un saludo desde España.

    Jorge Carreras del Rincón.

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