sábado, 9 de mayo de 2020

LA POLITICA DE LOS PARIAS / JOSE INGENIEROS.



FRAGMENTO.

Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, la degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y el arte de aplicarla: ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.

La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube la rahez y se acorcha los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la deshonestidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia el relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y alzánse los muladares. El lauredal se agota y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se frotan con los malandrines. Progresan  funámbulos y volatineros. Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan; lo que antes era signo de infamia o cobardía, tornase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en  las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores.

Las jornadas electorales conviertense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. Su justificación esta cargo de electores inocentes; que van a la parodia como a una fiesta.

Las pasiones de profesionales son adversas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpe su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías sostener intereses de partidos. con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las virtudes; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced a la firma prestigiosa. Para cada hombre de mérito hay decenas de sombras insignificantes.

Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de elegidos del pueblo se subalterna, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles.

Los primeros derrochan su fortuna por ascender al Parlamento. Ricos terratenientes o poderosos industriales pagan a peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; se;orzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran a ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose a las piaras.

Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dadivas oficiales a sus con la mayoría. Apoya electores, comercian su influencia para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios esta siempre con la mayoría. Apoya a todos los gobiernos.

Los serviles merodean por los congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno o las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia o probidad: hasta con la certeza de su panurguismo. Viven de luz ajena, satélites sin color y sin pensamiento, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre a batir palmas cuando él habla y a ponerse de pie llegada la hora de una votación.

En ciertas democracias novicias que parecen llamarse república por burla, los congresos hormiguean de mansos protegidos de la oligarquía dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías al porquero esperando una guiñada o una se;a. si alguno se aparta está perdido: los que se rebelan están proscriptos sin apelación.

Hay casos asilados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirven a los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.

Es de ilusos creer que el mérito abre las pertas de los parlamentos envilecidos. Los partidos-o el gobierno en su nombre- operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.

Los cómplices grandes o pequeños, aspiran a convertirse en funcionarios. La burocracia es una convergencia de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los Derechos del Hombre todo imbécil lo sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley implicara una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir a expensas del Estado rebaja la dignidad. Cada elector cruza las calles, de prisa, preocupado, a pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, a cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación o la lleva en su faltriquera.

La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario  se le esclavizo por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge a empequeñecer la dignidad de los funcionarios. El mérito queda excluido en lo absoluto queda basta la influencia. Con ella se asciende por ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la competencia. Faubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pecuchet. Nada hacen bien, pero a nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valedores para las contradictorias fisiologías.

Consecuencias inmediatas del funcionamiento son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos.
El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esa carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son  compatibles con la “honestidad”. Pero no con la “virtud”. Nunca.

El elogio sincero y desinteresado  no rebaja a quien lo otorga ni ofende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser un error, no es una indignidad.  Adulación lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la privanza induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso y todo le sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia solo se aguza para oliscar el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño, pensando y sintiendo como el lo rodena: su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece a la raza de los “cobardes felices”, como los bautizó Leconte de Lisle.

La adulación es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia banal o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino.

No solo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de las turbas pueden mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de ideal; mas cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad.

En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oídos a los quitamoscas .Los vanidosos viven fascinados por la sirena que lo arrulla sin cesar, acariciando  su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los arrastra a cometer ignominias como a esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla a quienes las corrompen con elogios desmedidos.

Quien vive para un ideal no puede servir a ninguna mediocracia. Todo conspira en ella para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; y ¡guay! Cuando se aprtan de esta la pierden para siempre. Temen por eso la politiquería, sabiendo que es el Walhalla de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros.

Pero cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los serviles y los rutinarios; rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra ella, a pesar suyo, a desmantelarla, cuando se prepara un porvenir.

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