domingo, 10 de mayo de 2009

Carta de Monseñor Freddy Bretón, Obispo de la Diócesis de Baní


No tiene nada de extraño que la Iglesia exija respeto a la vida humana, desde la "concepción hasta la muerte natural"... (Subrayado A.U.).


Queridos amigos y Amigas:

Disfrutar de la vida es algo que apetece todo ser humano. Y aunque a menudo nos extraviemos persiguiendo espejismos, es verdad lo que dice la canción: “sólo vale la pena vivir, para vivir”.

Ahora bien, captar el genuino sentido de la existencia, no parece ser tarea fácil. No falta quien, por fascinarle el sentido del gusto, acaba siendo tragón compulsivo, con sus conocidas consecuencias. Otros –peor aun– ante la presencia molesta de alguien, se arrogan el derecho de quitarlo de en medio. Después de todo, según escribía en días pasados un sesudo articulista –inventando el agua tibia– no hay nada bueno ni nada malo, sino que la sociedad se pone de acuerdo en ello. O sea: un hijo le clava un cuchillo a su madre, matándola, y la sociedad se reúne a decidir si estuvo bien o mal… Ojalá no llegue el día en que la sociedad se reúna para decidir si deben vivir o morir los articulistas sesudos…

Esto no obstante, millones de personas en el mundo, en distintas regiones y tiempos, han descubierto la sacralidad de la vida y, en particular, la del ser humano. Nuestra Iglesia, como todos los cristianos, lo sabe plenamente por expresa revelación de Dios en la persona de nuestro Señor Jesucristo. El mismo Cristo que trataba con ternura, no sólo a los niños y niñas, sino también a las aves y a las plantas; a la entera creación.

Nada tiene, pues, de extraño que la Iglesia exija respeto a la vida humana, “desde la concepción hasta la muerte natural” (Cf Aparecida, Mensaje Final 4). La verdad de Dios manifestada en Cristo no nos permite otra actitud. La Iglesia es totalmente coherente cuando mantiene esta postura. Sostener lo contrario sería traicionar la misma revelación de Dios.Por supuesto, se trata de personas. Son seres humanos los que están involucrados en los distintos casos debatidos ahora, y a todos hay que tratarlos como tales. Hay que respetarlos a todos, pero especialmente a quien no puede valerse, como la criatura que va en el vientre. La Iglesia comprende que hay situaciones difíciles, en las que incluso puede correr peligro la vida de la madre; y tratándose de ellas, las hay que, con su heroísmo, asombran a cualquiera. En todo caso, en el estudio de la Moral nos enseñaron que el especialista debe tratar de salvar a ambos: a la madre y al hijo. Y abundan los casos admirables en la práctica médica. Pero si por salvar la vida de la madre se le aplica, por ejemplo, una medicina que surta un efecto inevitable en el feto, no podrá imputarse directamente como aborto, la eventual pérdida de la criatura (Principio del Doble Efecto).Cuando se da el caso de embarazadas con traumas sicológicos por la violencia de la acción, debe brindárseles la necesaria ayuda sicológica y espiritual. Hay en nuestro medio experiencias de jóvenes en esa situación, que se han comprometido a no abortar, a fin de que alguien reciba, después del parto, la criatura; y muchas de éstas, sin embargo, una vez han dado a luz, han preferido permanecer con sus criaturas, en vez de darlas a otra persona.Vivimos en una sociedad en donde la globalización quiere imponer sus reglas, a menudo teñidas de diversos intereses; con un pragmatismo que pretende resolverlo todo por la vía fácil. Y no se ha dicho que lo correcto tenga que ser fácil. La Iglesia, por no subirse al carro de las facilidades globalizadas y progresistas, será maldecida mil veces (y ya esto es un hecho), y será tildada de prolífica madre del atraso.

Pero no podemos hacer otra cosa, pues escuchamos la voz del Maestro, resonando a través de los siglos: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños, porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre” (Mt. 18, 10).

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