sábado, 9 de mayo de 2009

LA MADUREZ: Educación para combatir la molicie con la personalidad.


Por Oliver Brachfeld

¿Qué entiende el psicólogo por madurez? Dos cosas: “Puede entenderse por madurez el término de un proceso evolutivo, pero también la adquisición de ciertas habilidades, aptitudes y conocimientos para la realización de un objetivo de importancia vital.” Nada puede oponerse a este moderno concepto de la madurez, que ya no se parece a la idea de la madurez propia del botánico.

Si en esta época los hombres estamos generalmente mal acostumbrados por el exceso de comodidades que nos ofrece la civilización, en la mayoría de los casos este fenómeno es todavía más evidente: Mi malogrado maestro, el célebre psicoterapeuta y pedagogo vienes, Alfred Adler, fue sin duda el primero que señaló los grandes peligros que encierra la vida regalada. En estas condiciones de facilidad el veía un peligro par educación infantil, sobre todo porque los niños mimados suelen ser, al mismo tiempo, niños mal atendidos: la vida fácil es un proceso extraño que sigue el curso, en cierto modo, helicoidal. Cuando más consentido esta un niño, más exigente se muestra, sus deseos se convierten en exigencias enormes, hasta que los padres y, sobre todo, la madre excesivamente tolerante, sienten que es humanamente imposible satisfacer esas pretensiones desmesuradas y esa necesidad irresistible de comodidades. Si la antigua roma sucumbió a la malicie extremada, nuestra sociedad de bienestar esta también expuesta a perecer por exceso de comodidades. Por esto ha de parecernos todavía mas extraño que un espíritu tan eminente como Ludwig Marcase elogie- en el Apéndice de su libro de bolsillo sobre Segismundo Freud- la molicie como la aspiración suprema de la vida; sólo cabe esperar que la generación actual no le preste demasiados oídos. La molicie, el exceso de mimos son exactamente lo contrario de la verdadera educación, el polo opuesto de la madurez.

Si avalamos con los padres, estos nunca reconocen que miman y malcrían a sus hijos, aunque lo hagan realmente. Después de todo, malcriar y mimar exageradamente a los hijos no es una cuestión del bienestar: por mi pobre que sea una madre, puede mimar con exceso a su hijo y hacerle desgraciado para toda su vida. Algunos padres y, en especial, las madres demasiado tolerantes con sus hijos, acaban por reconocerlo, después de reflexionar un poco, y quieren justificarse, diciendo:”Sí, yo desearía poder dar a mi hijo todo lo que yo no pude tener cuando era pequeña”. Estas madres no comprenden que de este modo cometen un pecado para con su hijo, y que, en el fondo, su conducta es egocéntrica. Quieren tomar la revancha de la vida, proyectando o delegando en sus hijos sus propios deseos y afanes insatisfechos, con lo cual descuidan por completo el interés de sus hijos, con la mejor intención.

Detrás de estos intentos de justificación se oculta siempre una gran dosis de egoísmo y egocentrismo. Los padres que miman demasiado a sus hijos se extrañan después de pronto que estos se vuelvan tercos y adquieren una serie de defectos y malas costumbres durante la infancia, que empiecen a mentir e, incluso (lo que, a los ojos de los padres indignados, es peor aún), a cometer pequeños hurtos. No comprenden que eso que ellos llaman un “comportamiento extraño” de sus hijos lo han provocado ellos mismos con una educación excesivamente blanda que, como ya he dicho, es al mismo tiempo una educación descuidada.

La verdadera ecuación empieza proponiendo al niño pequeños problemas, que poco a poco se irán haciendo más complicados, dejándole que sienta la satisfacción del resultado de sus esfuerzos y cultivando al mismo tiempo la conciencia de sus posibilidades: no se puede exigir demasiado de un niño, para que no se deprima, si fracasa. Hay que infundirle ánimo y afirmar su valor, pero sin caer en el error de hacerle arrogante y temerario. Si un niño es valiente, no fracasará cuando haya de enfrentarse con una situación nueva o inusitada; sólo el niño que no esté malcriado, es decir que no esté deformado, tendrá valor para reconocer sus propias imperfecciones. Hay que enseñar a los hijos a ver sus defectos y a superar las situaciones imprevistas, los cambios repentinos del medio ambiente, de escuela, la defunciones o el nacimiento de un hermano.

Es indispensable educar al niño poco a poco, pero desde el principio, enseñándole a aceptar sus responsabilidades, aunque sin abusar demasiado de sus fuerzas: Cuando ya sabe andar, no se le debe privar del placer de avanzar solo, cogiéndole en los brazos. Cuando sabe abrocharse solo el vestidito, no hay que descargarle de este trabajo, con el pretexto de que nosotros lo hacemos más de prisa. Cuando ha aprendido a atarse los zapatos, hemos de dejarle el tiempo necesario para que lo haga tranquilamente y, todo lo demás, enseñarle con mucha paciencia a hacerlo con más rapidez, pero él solo. Únicamente así alcanzará el grado de desarrollo, es decir de madurez, propio de su edad.

HUMBOLDT. Año 13. 1972.Número 48.

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