viernes, 20 de marzo de 2009

Historia de un Alma de Teresa de Lisieux



TERESA DE LISIEUX

Teresa de Lisieux o Santa Teresita del Niño Jesús (Alençon 2 de enero de 1873 - Lisieux 30 de septiembre de 1897) Carmelita descalza y Doctora de la Iglesia Católica. María Francisca Teresa Martín Guerin nace en Alençon, en la provincia de Normandía al noroccidente de Francia el 2 de enero de 1873. Era la menor entre sus hermanos.

Sus padres fueron Luis Martin y María Celia Guérin (ambos fueron beatificados el 19 de octubre de 2008).

María Celia Guérin, su madre, nace en 1831, el padre de ella, Isidoro, fue militar en el ejército de Napoleón, mientras que su madre era una campesina ruda, esto llevó a que Celia no fuera feliz en su niñez. Celia era inteligente y tenía aptitudes para la escritura, quiso ser religiosa, pero la hicieron cambiar de idea, esto la llevó a aprender tejido, y lo hacía tan bien que a la edad de 20 años ya tenía un taller propio, ella era una mujer piadosa y con muy poca edad contrae cáncer, así, a los 46 años, fallece el 28 de agosto de 1877 en la madrugada, cuando Teresa tenía 3 años de edad.

Don Luís y Celia contrajeron matrimonio el 13 de julio de 1858, Celia contaba con 26 años y apenas tenían tres meses conociéndose. Algo interesante es que fue en el año que hubo las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes, también se propusieron vivir como hermanos, pero poco tiempo después (10 meses) el confesor de ambos les recomendó traer buenos hijos al mundo.

De ésta unión nacieron 9 hijos, 7 mujeres y 2 varones; estos últimos y 2 de las mujeres morirían pequeños y 4 de las otras 5 mujeres se convertirían en religiosas.





Historia de un Alma

Porque se lo habían pedido distintas personas Teresa de Lisieux redacta en plena madurez de su corta pero densa experiencia tres manuscritos autobiográficos. Los tres han pasado a ser la huella más indeleble y luminosa de su paso por la vida. Los tres relatan la historia de su alma.

Capítulo I. Alencon (1873-1877)
Fragmentos

Antes de coger la pluma, me he arrodillado ante la imagen de María (la que tantas pruebas nos ha dado de las predilecciones maternales de la Reina del Cielo por nuestra familia), y le he pedido que guíe ella mi mano para que no escriba una línea que no sea de su agrado. Luego, abriendo el Evangelio, mis ojos se encontraron con esas palabras: “subió Jesús a una montaña y fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él” (San Marcos, Cáp. II ,v.13). He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma. El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca, No es pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Cta. a los Romanos, cáp. IX, v. 15 y 16).

Durante mucho tiempo me he preguntado por qué tenía Dios preferencias, por qué no recibían todas las almas las gracias de igual medida. Me extraña verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido, como san Pablo o san Agustín, a los que la vida de aquellos santos a los que el Señor quiso acariciar desde la cuna hasta el sepulcro, retirando de su camino todos los obstáculos que pudieran impedirles elevarse hacia él y previniendo a esas almas con tales favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal, me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en tan gran número sin haber oído ni tan siquiera pronunciar el nombre de Dios.

Jesús ha querido darme luz acerca de ese misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores que el ha creado son hermosas, y que el esplendor de la rosa y la blancura del lirio no le quitan a la humilde violeta su perfume ni a la margarita su encantadora sencillez… Comprendí que si todas las flores quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral y los campos ya no se verían esmaltados de florecillas.

Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. El ha querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y estos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos…

Comprendí también que el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más sublime. Y es que, siendo propio del amor abajarse, si todas las almas se parecieran a la de los santos doctores que han iluminado la Iglesia con la luz de su doctrina, parecería que Dios no tendría que abajarse demasiado al venir a sus corazones. Pero él ha creado al niño, que no sabe nada y que sólo deja oír débiles gemidos: y ha creado al pobre salvaje, que sólo tiene para guiarse la ley natural. ¡Y también a sus corazones quiere él descender! Estas son sus flores de los campos, cuya sencillez le fascina…

Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol ilumina a la vez a los cedros y a cada florecillla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella. Y así como en la naturaleza todas las estaciones están ordenadas del tal modo que en el momento preciso se abra hasta la más humilde margarita, de la misma manera todo esta ordenado al bien de cada alma.





Capítulo VI. El Viaje a Roma (1887).
Fragmentos

Comprendí bien que la alegría no se halla en las cosas que nos rodean, sino en lo más íntimo de nuestra alma; se la puede poseer lo mismo en la prisión que en un palacio.

Cuando digo mortificada, no es para hacer creer que hiciera penitencias, pues nunca las he hecho. Lejos de parecerme a esas almas grandes que desde la niñez practicaron toda serie de mortificaciones, yo no sentía por ellas el menor atractivo. Esto se debía, sin duda, a mi flojedad, pues hubiera podido encontrar, como Cecilia, mis pequeños recursos para mortificarme. En vez de eso, siempre me deje mecer entre algodones y cebar como un pajarito que no necesita hacer penitencia…

Mis mortificaciones consistían en doblegar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse con la suya; en callar cualquier palabra de réplica; en prestar pequeños servicios sin hacerlos valer; en apoyar la espalda cuando estaba sentada, etc.






Capítulo VIII. Desde la profesión hasta la ofrenda al amor (1890-1895)
Fragmentos

Al igual que Salomón, después de examinar todas las obras de sus manos y la fatiga que le costó realizarlas, vio que todo era vanidad y caza de viento, así también yo conocí por EXPERIENCIA que la felicidad sólo se halla en esconderse y en vivir en la ignorancia de las cosas creadas. Comprendí que, si el amor, todas las obras son nada, incluso las más brillantes, como resucitar a los muertos o convertir a los pueblos…

Comprendo y se muy bien por experiencia que “el reino de los cielos está dentro de nosotros”. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. El, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras… Yo nunca le he oído hablar, pero siento que está dentro de mí, y que me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entonces no me había fijado. Y las más de las veces no es precisamente en la oración donde estas luces más abundan, sino más bien en medio de las ocupaciones del día…





Capítulo X. La Prueba de la Fe. ( 1896-1897)
Fragmento

Sí, ahora comprendí que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos sos de la casa.





Capítulo XI. Los que Usted me dio. (1896-1897)
Fragmentos

Con ciertas almas, veo que tengo que hacerme pequeña, no tener reparo en humillarme confesando mis luchas y mis derrotas. Al ver que yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanas me confiesan a su vez las faltas que se reprochan a sí mismas y se alegran de que las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he comprobado que, para ayudarlas, hay que tener una gran firmeza y no dar nunca marcha atrás de lo que se ha dicho. Bajarse no sería humildad, sino debilidad.

Le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y el siempre me entiende.

Para mí, la oración es impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús.

“Nadie puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado”. Y a continuación, con parábolas sublimes-y muchas veces incluso sin servirse de ese medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que pedimos… Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo concederá. Sin duda, por eso el Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.

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