jueves, 18 de marzo de 2010

QUEDE AQUÍ CONSTANCIA (cuento)


Carlos Enrique Cabrera

Qué maravillosas sensaciones se conjugan en esta apacible tarde de verano para hacerme sentir casi por completo feliz. Desde tempranas horas de la mañana escribo de forma ininterrumpida con resultados muy superiores a los esperados. De algún modo (pienso) no he perdido el tiempo, y todos estos años con sus vivencias y vicisitudes y tantas horas dedicadas a la lectura, a la audición de música variada y de altura, a la contemplación de filmes y cuadros y esculturas y puestas de sol y paisajes campestres y urbanos y humanos, han dejado una positiva huella en mí, han terminado por educar mi sensibilidad estética, me han servido de magnífico y eficaz entrenamiento para la difícil y ardua tarea de la escritura. A este extraordinario logro ha contribuido asimismo de forma decisiva los millares de cuartillas que he venido rellenando todos estos años en la más completa reclusión y soledad sin resultado aparente alguno, siempre torturado por la convicción de que nada de esto servía para nada ni de ningún modo era valioso ni habría de importarle a nadie; nunca.

La intrincada página que ahora –con grande satisfacción, enorme inspiración y profundas concentración y entrega– redacto debería ser prueba irrefutable de cuanto digo. Cómo me gustaría amigo lector poder ofrecértela diciéndote, como en su día lo hizo San Agustín: Tolle lege (“Toma y lee”).

Pero de ningún modo esto me es posible. Pues lo que plasmo en ella de izquierda a derecha en negros caracteres (descripciones, narraciones, diálogos, reflexiones, ideas, emociones, sensaciones, percepciones, vivencias…) de igual modo de derecha a izquierda se volatiliza vertiginosamente, recuperando la misma toda su alba pureza –como ha ocurrido con los cientos que he cubierto febrilmente con mi apretada caligrafía a lo largo de este esforzado día y que ahora se amontonan en inverosímil, ya del todo inmanejable desorden, encima, debajo y alrededor de mi mesa de trabajo como inútiles hojas secas.

Ah, a estas horas ya habría yo perdido por completo el juicio de no haber sido porque en el momento preciso atiné a acogerme a la sapiencia de un célebre escritor argentino del pasado siglo, quien en uno de sus memorables prólogos, dejó escrito: “La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable (…), pero su ejecución no lo es.” Quede aquí constancia y testimonio fieles de ello…

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