Agustín Perozo Barinas
Cuando un dominicano viaja a Haití por primera vez, recibe la impresión de estar en un país muy distante. Como si fuera el más lejano de República Dominicana. De golpe se siente el impacto de las diferencias culturales y de hecho, idiomáticas. Somos un país subdesarrollado, pero se percibe en esa nación vecina una situación mucho peor a lo que estamos acostumbrados. Tanto la arquitectura de los edificios y viviendas del pueblo haitiano, su transporte, el sistema cambiario de su moneda y hasta la diferencia horaria, son varios de los elementos que nos hacen sentir muy lejos de casa, aún compartiendo la misma isla caribeña.
Como es nuestro único vecino territorial posee un fuerte atractivo para el comercio por su cercanía. No es un mercado para productos con alto valor agregado, sin embargo lo es para productos de consumo masivo, muchos de los cuales ya República Dominicana exporta hacia Haití, como huevos, pollos, detergentes, jabones, golosinas, embutidos de calidad, aceites y otros más, convirtiéndolo en nuestro segundo mercado de exportación y el único país con el que tenemos una importante balanza comercial positiva a nuestro favor.
No obstante vivimos de espaldas a Haití. No solamente desconocemos su lengua, el Creole (criollo), sino que la gran mayoría del pueblo dominicano, incluida la clase media y el sector comercial, nunca lo ha visitado. Como vemos, Haití incide en alta proporción en nuestro comercio externo y en los asuntos migratorio, sanitario y laboral, nos impacta como ningún otro país.
Al igual que nuestro territorio, Haití está separado por accidentes geográficos. En nuestro caso, principalmente por la Cordillera Central y en el haitiano, el golfo de la Gonave y el Massif du Nord (macizo del Norte, que es una extensión de la Cordillera Central). Su orografía y el golfo de la Gonave prácticamente dividen Haití en dos regiones, el Norte y el Sur. Para tener una idea más generalizada de la realidad haitiana, su pueblo, sus carencias y orígenes históricos es de rigor visitar su capital, Puerto Príncipe, en el sur y al menos Cabo Haitiano, en el norte, donde se preservan las ruinas de Sans Souci, la fortaleza de la Citadelle y el palacete de Leclerc -cuñado de Napoleón-.
Durante casi todo el tiempo transcurrido desde y antes de la Independencia hemos vivido como si Haití estuviera a 5,000 kilómetros de nuestra frontera. Somos naciones con culturas muy diferentes, pero no podemos mantener una postura de distanciamiento que no permita desarrollar un mejor entendimiento de Haití y de su potencial para nuestra economía.
El problema migratorio debe encararse con profundidad tomando en cuenta todas las aristas. Es la mayor preocupación de los haitianófobos y no sin ningún mérito. Una migración desbordante, incontrolada, sin normas ni criterios prudenciales, no es saludable desde ningún punto de vista para ninguno de los dos pueblos. Entendidos en el tema y llanos preocupados escriben a menudo artículos sobre esta situación. Tenemos cientos de miles ciudadanos haitianos residiendo en nuestro territorio y más del 95% de ellos no tiene documentación migratoria alguna expedida por nuestra opacada Dirección General de Migración. Y cuando se comenta “más de un millón de haitianos”, es que no hay una cifra aproximada, por no decir exacta.
La causa de este excesivo flujo migratorio es fundamentalmente la extrema pobreza de la mayoría de la población haitiana. Y de nuestro lado, podemos compendiar las faltas en las autoridades de Migración, en los empleadores –constructoras, hacendados, cadenas hoteleras-, así como también el Ejecutivo de turno que desautoriza y depone las funciones legales del organismo regulador migratorio del Estado dominicano y la presión de las potencias (vía organismos internacionales y algunas ONGs). Todos estos caben en el mismo cubo.
Intereses proclives a la integración de la isla en un mismo Estado no es cosa nueva. Hay especulaciones sobre conspiraciones, planes subrepticios y otras maquinaciones enmarcadas en esa dirección. Tenemos hasta radicales que vislumbran a los dominicanos como extranjeros en su propia tierra. Cuando se evalúa el grado de indiferencia e irresponsabilidad de las autoridades sobre este desorden migratorio, da cabida a la imaginación más productiva posible.
Somos dos naciones separadas, con valores e identidades definidos. Estados independientes, con aspiraciones de desarrollo humano y material que deben aprovechar sus potenciales, voluntades y expectativas como pueblos soberanos, culturalmente diferenciados y con gobiernos, ya esto en lo ideal, que respondan, actúen y reflejen los intereses legítimos de ambas sociedades.
Si nuestras nuevas generaciones no conocen más a Haití, sin los enraizados prejuicios, estaremos desperdiciando oportunidades para nuestro aparato productivo perdiendo la perspectiva de un mayor potencial comercial entre ambas naciones. Mientras más ajenos de Haití queramos estar, más lejano nos parecerá, pero paradójicamente estará mucho más cerca de nuestra casa; en República Dominicana.
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