Agustín Perozo Barinas
En ruta a su casa, Aribaldes se detuvo a comprar unos víveres, ya salcochados para llevar, en un establecimiento de ambiente típico, muy ordenado y concurrido. Un cartel decía «Víveres del Campo».
En la fila le antecedía un delgado señor, corto de estatura y entrado en años, con las marcas del tiempo y del trabajo bien labradas en su piel de aspecto casi metálico...
– Este negocio ha sido buena idea y despachan rápido– comentó el caballero.
– Todo lo que haga rendir el peso y tenga calidad, bienvenido sea. Usted luce bien duro todavía. ¿Fueron los víveres?
– En parte. Y una vida de trabajo ‘del bravo’. Ahora van más ligero.
– Usted debe estar hoy bien desahogado.
– ¡Qué va! Tengo una pensión de cinco mil pesos mensuales que no alcanza para nada. Mis hijos me alivian, los que salieron buenos. Y ya usted sabe, para enfermarse es mejor morirse. Sale más barato.
– Pero, por simple curiosidad, si trabajó toda su vida, ¿cómo terminó así? ¿Se lo bebió, se lo jugó, lo botó en juergas? El juego y las mujeres son como un agujero negro en el bolsillo.
– Hice de todo un poco, aparte de criar mi familia. Fui guardia en los 50 cuando Trujillo. Trabajé en fincas entre los 60 y 70, haciendo de todo. Luego en dos factorías en una zona franca en los 80. Y de seguridad a partir de allí hasta que me pensionaron.
– Más de cuarenta años de trabajo. ¿Entonces?
– Nunca hice de nada lujoso. No me rendían los cuartos, en ningún tiempo. Nada... Sólo mucho trote y poco dinero. Como a fin de cuentas le dije a mi último patrón: «No trabajé con usted para mí, sino con usted para usted».
– O sea, ¿su trabajo siempre benefició más a los patronos que a usted?
– Soy la muestra. ¿No cree?
– Se nota, para ser sincero.
Llegaron al final de la fila donde las ágiles despachadoras esperaban. Un sencillo “hasta luego” y cada quien a su cotidianidad.
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