jueves, 26 de febrero de 2009

La Bella Catalina


Por Marcial Báez

“Nadie sabrá cuantas novelas, cuantos poemas, análisis, confesiones, dolores y gozos se ha acumulado sobre este continente del amor sin que nunca haya sido totalmente explorado”. Henrich Boll

Tanto tiempo ha, surgió un sentimiento despierto, tan transparente que ha recorrido generaciones y participó en la Historia real e imaginaria, en una arrolladora carrera de altos y bajos como las olas que el viento arrastra a las playas en vaivén de movimientos.

Se detiene en la cotidianidad creando mil formas de exclamaciones: que ciega, que ríe, que excita, que estremece, que danza, que sufre, que clama, que duele y amargo a veces nos amaga.

Sigilosamente se filtra en los corazones, y va de lo simple a lo complejo, hasta transformarse en la Musa que se enreda a la prosa para crear obras literarias que se convierten en clásicas y recorren el mundo entero: ROMEO Y JULIETA, ( Shakespeare ), LA CELESTINA (Frenando Rojas), MARIANELA ( Pérez Galdos), MARIA ( Jorge Isaac), DAFNIS Y CLOE ( Longo ), etc.

En nuestro país ha hecho de las suyas, utilizando la creatividad de quien siendo muy joven se dedicó al periodismo, fundando en 1874 un semanario político, literario, económico y social “ El Centinela”; me refiero a APOLINAR TEJERA (1855-1922), historiador, abogado, licenciado en Farmacia, poeta, sacerdote y literato. Su estilo pulcro, elegante y metódico dejó plasmado en LA BELLA CATALINA ( leyenda india), un aspecto sensible de la vida de nuestros aborígenes, estallando el simbolismo de esa raza indómita, bravía y verdaderamente humana, en los tiempos de la colonia.

Narra los amores del cacique GUACANAGARIX, señor de Marién con la india ANAIBELCA ( cuyo nombre en castellano era CATALINA) y el rechazo de ésta a su libertador, el conquistador español ALONSO DE OJEDA; ambientada por la descripción de la belleza natural del paisaje isleño, rica en imágenes y colores, plena de momentos específicos de nuestra historia colonial.

El argumento se inicia con la llegada de Cristóbal Colon a la isla en el año 1493, realizando su segundo viaje; acompañado de Alonso de Ojeda, quien en un enfrentamiento con los indios caribes, libera a una esclava (Anaibelca) de singular belleza de la cual queda prendado y le confiesa su amor. La india rechaza la petición porque sus sentimientos hacia el, obedecían a una profunda gratitud.

Guacanagarix se presenta a la nave de Ojeda para informarle que no tiene conocimiento del destino de Aranda y sus compañeros, al ser destruida la Fortaleza de “Navidad” por Canoabo; conoce a la india Anaibelca y le requiere de amores, prometiéndole que sería la preferida entre sus demás mujeres; ella lo acepta y después se fuga, lanzándose al mar y cortando las ondas con gracia y ligereza hasta llegar a la costa donde la espera el cacique. Y vivieron felices...

La narración tiene momentos de sublimidad, cuando la prosa del escritor, se eleva sobre sus consideraciones acerca de eso que nos despierta y oprime el corazón: EL AMOR.

“Todo hombre nacido para amar, como todo árbol da frutos, como toda semilla un germen. Maldecir el amor porque trae consigo sinsabores, es como negar del sol porque marchita las plantas, o de la lluvia porque alimenta los torrentes, o de la luz porque produce sombras, no pensando lo que sería del universo, sin sol, lluvias ni luz. Es necesario e indispensable amar algo, aunque sea un ser indigno de nuestro cariño. Es necesario e indispensable cumplir esa ley grabada con indelebles caracteres en la conciencia esa pasión en virtud de la cual se engendran y perpetúan los seres y de la que es susceptible lo mismo el insecto que zumba entre las hojas, y el águila caudal que se cierne en el éter, y el pez que vive en las aguas, como el hombre, rey de todo lo creado”.

Todavía dudamos si el disfraz del amor es real o imaginario, ya que persiste en burlarse de su rebaño eterno y lo cierto es que ha hecho realidad el recuerdo de Apolinar Tejera, un estudioso de nuestra historia; preciso tomarlo en cuenta, hoy y siempre, por los amantes de la dominicanidad.

El SOl. Santo Domingo, R. D. 8 de octubre de 1991. Pág. 6.

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