Carlos Boyero
Ojos color violeta (tal vez exacta la descripción, pero inevitablemente cursi), personalidad excesiva y siempre morbosa, anhelada para encabezar la portada del papel cuché con afanes de sofisticación o amado por la clase media, musa ancestral entre homosexuales de cualquier época, al igual que otras diosas sólidas o provisionales como Judy Garland, Edith Piaf, Marilyn Monroe, Madonna, Kylie Minogue y Lady Gaga, todas ellas volcánicas folladoras de tíos, supervivientes algunas de ellas por cerebro, determinación o suerte a un millón de desastres afectivos, al peso brutal de simbolizar eternamente a diosas mediáticas (qué grima me provoca ese concepto presuntamente intelectual en boca de tanto hortera y analfabeto triunfador), carnales y etéreas.
Ha muerto Liz Taylor, una mujer a la que nunca deseaste imaginar vieja, encarnación de la belleza absoluta que jamás precisará maquillaje, imagen junto a la de Ava Gardner de la actriz más guapa que ha filmado una cámara. Por razones viscerales siempre estaré enamorado de la que volvió loco a Sinatra y a cualquier hombre con buen gusto. Cuentan que ambas abusaron de una personalidad muy golfa, que transgredieron todo aquello a lo que las obligaba su estatus y una conveniente moral. Pero creo posible, según certifica la leyenda, que Ava Gardner, la hembra más deseada universalmente, se buscara macarras anónimos o joveznos sensuales cuando se lo pedía su vitalista, sensual y alcoholizado organismo. A Liz Taylor, tan pasota ella pero siempre tan estratégica, solo la imagino apareándose con individuos famosos o anónimos, pero todos ellos en posesión de millones de dólares.
Ojos color violeta (tal vez exacta la descripción, pero inevitablemente cursi), personalidad excesiva y siempre morbosa, anhelada para encabezar la portada del papel cuché con afanes de sofisticación o amado por la clase media, musa ancestral entre homosexuales de cualquier época, al igual que otras diosas sólidas o provisionales como Judy Garland, Edith Piaf, Marilyn Monroe, Madonna, Kylie Minogue y Lady Gaga, todas ellas volcánicas folladoras de tíos, supervivientes algunas de ellas por cerebro, determinación o suerte a un millón de desastres afectivos, al peso brutal de simbolizar eternamente a diosas mediáticas (qué grima me provoca ese concepto presuntamente intelectual en boca de tanto hortera y analfabeto triunfador), carnales y etéreas.
Ha muerto Liz Taylor, una mujer a la que nunca deseaste imaginar vieja, encarnación de la belleza absoluta que jamás precisará maquillaje, imagen junto a la de Ava Gardner de la actriz más guapa que ha filmado una cámara. Por razones viscerales siempre estaré enamorado de la que volvió loco a Sinatra y a cualquier hombre con buen gusto. Cuentan que ambas abusaron de una personalidad muy golfa, que transgredieron todo aquello a lo que las obligaba su estatus y una conveniente moral. Pero creo posible, según certifica la leyenda, que Ava Gardner, la hembra más deseada universalmente, se buscara macarras anónimos o joveznos sensuales cuando se lo pedía su vitalista, sensual y alcoholizado organismo. A Liz Taylor, tan pasota ella pero siempre tan estratégica, solo la imagino apareándose con individuos famosos o anónimos, pero todos ellos en posesión de millones de dólares.
Cómo no enamorarse de ese rostro increíble, de ese cuerpo armonioso y sensual durante tanto tiempo aunque perteneciera a una mujer bajita, de esa chica que podría simbolizar a la soñada hembra que supones a tu lado mirando la luna. Y no sé si era buena o mala actriz, pero era imposible escapar de su campo magnético. Consintió a los 34 años que Mike Nichols la filmara gorda y borracha, desgarrada y adúltera, haciendo méritos al lado de Richard Burton, su sadomasoquista y shakespeariano marido, para que el público se olvidara de su belleza y descubriera su talento en ¿Quién teme a Virginia Woolf? Lo hizo muy bien, pero no era lo suyo, no necesitaba afearse y ser ordinaria para demostrar que los mitos son vulnerables y tienen corazón. Estaba fantástica sufriendo e intentando provocar el deseo de su psicoanalizable y desdeñoso marido, ese impresionantemente guapo y castigador Paul Newman, treintañero y en camiseta, en La gata sobre el tejado de zinc. No era un problema de padre dominante, sino de atormentados gustos sexuales. Que resucite Tennessee Williams y lo jure. Tampoco podía retener al turbio Brando, obsesionado con caballistas desnudos en Reflejos en un ojo dorado. Y sufría con mucho estilo amando sin futuro al trágico Montgomery Clift en Un lugar en el sol. También era la pareja ideal del viril Rock Hudson en Gigante, aunque ese insoportable niñato que siempre tenía que rascarse algo y poner ojitos en plano y contraplano llamado James Dean la amara en vano.
Con Joseph Losey, ese director tan artista, intelectual, perseguido y sobrevalorado (de acuerdo, El sirviente es perversa y magnífica), Taylor y su alcohólico marido, ese Richard Burton de voz prodigiosa y seductores ojos, intentaron encontrar su lugar en el sol mediante el cine de autor, que los críticos como Dios y la academia mandan reconocieran la infinita sensibilidad, los matices, la capacidad camaleónica dando vida a personajes nada convencionales de esa pareja tan guapa, frívola, inestable y hollywoodiense. En vano. El cine que interpretaron a las órdenes de Losey era cargante y hueco, antes y ahora. Liz Taylor no necesitaba ser una gran actriz. Era otra cosa. Esa persona a la que siempre te apetece mirar. Incluso cuando habla. Cosas del estrellato. El de verdad.
EL PAIS.ES. Jueves 24 marzo 2011.
EL PAIS.ES. Jueves 24 marzo 2011.
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