jueves, 28 de enero de 2010

Los Cuentos Interrelacionados de ADALBERTO GUERRA


Adalberto Guerra (Ad. Guerra) San Antonio de Cabezas, Matanzas, Cuba 1967. Su abuela paterna Ramona Pérez Fiallo, nacida en cuba, fue bis-nieta del insigne escritor Fabio Fiallo, hija de Margarita Fiallo y el criollo cubano Fermín Pérez. Ad Guerra Reside en Palm Beach Florida, Estados Unidos desde 1994. Poeta, narrador y periodista. Ha publicado “El Desierto que canta” (1994-Ant. de Poesía) “Reunión de ausentes” (2001-Antología de de Poesía). La más reciente publicación: “Cazadores de la sombra del ave” (2009- Poesía.) disponible en Hardcover y Softcover en Amazon, para comentarios :

Comolosojosdeuntoroentristecido@hotmail.com mailto:LosCazadoresDeLaSobraDelAve@gmail.com

Algunos textos de “Cazadores de la sombra del ave” lo puedes encontrar en esta página, también cuentos que pertenecen a "En el lenguaje lascivo de los perros" una serie de cuentos interrelacionados. un proyecto Editorial (Editorial Velámenes) y aun inédito o en proceso está mi libro “El trono de las siete legua” que es una investigación sobre Manuel García, El rey de los campos de Cuba.

Cosas de campo

Todas las casas de campo son iguales y la gente de las casas de campo se parecen entre si y caminan todas como si se hundieran en el fango y hablan atropelladamente alto, de distintos temas a la vez y se preguntan y responden. Todas las casas de campos son iguales y habitan en ellas las mismas costumbres de los hombres que las erigieron y leyendas que cuelgan de los muros como un cordel que aploma la estructura. En una casa así, de campo, crecí yo, y en las casas de campo los chiquillos se encargan de las cosas domesticas, si alguien llega, te dicen- Tráele un vaso de agua al señor- y uno va a toda prisa y toma una jarra grande de la tinaja y la vierte sobre el vaso y lo desborda y succiona un poco antes de salir con cara de tonto al cobertizo donde alguien con cara de pícaro te espera y dice- Bien mandado el muchacho, ah... En una casa así, de campo, crecí yo, con dos bacinillas en el centro de una habitación oscura que buscaban a tientas en medio de la noche y las rebosaban, y en la mañana te decían, -anda muchacho, vota eso- y uno tomaba aquello por el mango, como se agarra un sartén con un gran pez coleteando adentro y se encaminaba recto hacia la puerta de salida que el día antes estaba a treinta pies y ahora se alargaba y se torcía antes los ojos llorosos por el misto que salía del recipiente.

Y ahí iba uno, atinándole al equilibrio y aprendiendo antes de ir a la escuela, que dos bacinillas son iguales a un cuarto de litro de orina per cápita por persona por diez, dividido entre dos, que los líquidos toman las formas de los recipientes y se evaporan con facilidad cuando están calientes y son propensos al desequibrio si se ejercen presiones desiguales sobre los bordes o se agitan y que hay fenómenos de masas desiguales que flotan y ejercen presión sobre la superficie horizontal que deforman el estado también del equilibrio, y así iba uno conversando con uno mismo, con cara de tonto, dando tumbos y esquivando los gatos que salían al paso.

La casa de los arados

Nos alojaron en la casa en que guardaban los utensilios de labrar la tierra, aunque cuente la historia diferente y la embellezca y cierre los ojos y jure que es mentira, vivíamos en la casa de los arados y había arañas que nos trepaban por los ojos. Mi madre pastoreaba un hato de cabras enfermizas en las regiones imaginarias de una tierra que habíamos perdido. Mi madre por aquellos años tenía la acidez de las mujeres que pierden a sus hombres en la guerra y yo vagaba con un pan endurecido debajo del brazo, a veces apedreaba con él las planchas de zinc de techo de la casa, a veces me llevaba migajas a la boca y extendía la mano hasta la boca de mi madre, mas ella tornaba la cara con el desinterés de las mujeres que pierden a sus hombres en la guerra.
Esa fue mi niñez y la historia bien pudiera resumirse en: una mujer sola con hato de cabras ahoyando la sequedad de la tierra y un niño con un pan bajo el brazo.



Lo pusieron a dormir

Así mataron al abuelo. El abuelo tenia tantos años que ya había olvidado la fecha de nacimiento y el nombre de los hijos que tuvo y las historias que contaba. Se había encerrado en el silencio de su cuarto y gradualmente perdió la habilidad de caminar y después la habilidad de reconocer a la gente y finalmente toda habilidad humana. Alguien comento una tarde, -Hay que ponerlo a descansar- a descansar de qué -me preguntaba, si estaba allí en su inmovilidad mirando al techo hacia tanto, sin hacer otra cosa, mirando al mismo punto, tal vez a alguna tela de araña o algún dibujo imaginario, pero mirando sin pestañar al mismo punto como quien vela el salto de una bestia feroz, o la entrada de la muerte por algún agujero del techo. -Ponerlo a dormir-, decían, como si fuera un perro enfermo y no había padecido de nada, solo de vejez y estaba allí con la boca abierta sin emitir queja alguna; esperando tranquilo la muerte.

La tarde que lo “pusieron a dormir” trajeron muy temprano una caja de tablas con la misma hechura rustica de la caja en la que enterraron al piloto, como hecha por las mismas manos y la acomodaron sobre una mesa del patio y allí se quedaron aguardando los enterradores en silencio. Ya le habían rezado tantas veces que las mujeres estaban roncas de la seguidilla de sus oraciones y tenían las rodillas peladas del suelo de cemento y los ojos hinchados de llorar a quien aún no había muerto y se hacía tarde y estaba allí aún mirando al mismo punto. Le trajeron entonces a un Cura, de no sé donde porque no había Curas en Santa Ana de Viajacas; ni predicadores, pero trajeron un Cura y estuvo a solas con él y le pidió que confesara y no hubo confesión, ni secreto, ni dijo cosa alguna sobre las monedas y se hacía tarde y en el patio los enterradores aguardaban en silencio.

Entrada ya la noche le pusieron colonia, trajeron agua y le mojaron los pies y las palmas de las manos y le embadurnaron le barbilla con jabón y le afeitaron y aún seguía allí con los ojos abiertos mirando al techo como resistiéndose a la muerte, como si dijera -espera, tengo aún cosas que decir-, mas no decía nada y estaba lejos como en profunda meditación o sueño y se hacía tarde. Pusieron entonces una sábana blanca sobre el piso de cemento y lo colocaron sobre el piso frio y se sentaron a esperar y finalmente en una exhalación se dejo llevar en brazos de la noche o lo arrastro la más súbita de las pulmonías sin decir nada y aunque hubiera dicho – espera, tengo aún cosas que decir-, ya era tarde y se lo llevaban de prisa los enterradores.

2 comentarios:

  1. UN MAGNIFICO LIBRO, UN MAGNIFICO ESCRITOR.

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  2. "En el lenguaje lascivo de los perros" -es un libro que considero una joya. Lo disfrute de principio a fin.
    D

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