Virgilio López Azuán
Dentro del grupo de juguetes, la muñeca Liz no paraba de mirar a su alrededor. Su dueña, la niña Marily no le importó amontonarlos a todos en uno de los rincones de la casa. Estaban tirados: el juego de cocina, los platos y los cubiertos, la camita y la coqueta, el juego de té y los sepillos para peinar. Había otra muñeca acostada mirando al techo, con los brazos hacia arriba, como si pidiera que la cargaran. Pablito, el hermano de Marily, se acercó al rincón y puso soldados, metralletas, autos, tanques de guerra y hasta un cuchillo tipo Rambo.
La muñeca Liz no entendía su mundo, por más vueltas que le daba a su mente, no lo entendía. Todos los seres eran inanimados, sin una pizca de movimiento. Pero Liz había adquirido conciencia. Se desplazó entre los demás juguetes, sentó a la muñeca que tenía al lado y le bajó los brazos para que terminara la súplica. Más allá vio a la niña Marily que jugaba con su el niño Pablito. Marily reía y Liz, imitándola, empezó a reír también. Y vio que era bueno. La niña Marily corrió hasta la sala y Liz la imitó, salió corriendo cerca de los juguetes, y vio que era bueno. De repente escuchó que la niña Marily pronunciaba unas palabras y ella imitó los sonidos. Se dio cuenta que podía hablar. Eso la llenaba de alegría, empezó a sentirse feliz… Volvió hacia donde estaban los juguetes y le dijo a la muñeca: “¡Levántate y anda!” y la muñeca se paró y abrazó a Liz. Las dos iniciaron una danza en su mundo recién nacido.
Liz ordenó a los muñecos soldados que se levantaran, y así fue. Los muñecos se levantaron rápidamente, tomaron las metralletas, los tanques de guerra para combatir. Todo fue muy rápido, Liz y su muñeca amiga tuvieron que marcharse del lugar, y todas las noches en sus sueños, escuchan el tableteo de las metralletas.
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