jueves, 24 de abril de 2025

NO CREO EN PARTIDOS POLÍTICOS / Enrique Apolinar Henríquez.



Una de las falacias más explosivas, entre todas las falacias políticas, es la que pretende convertir en una verdad dogmática la mentira envuelta en la aserción de que los partidos políticos son resortes indispensables para el justo y sincero funcionamiento de las instituciones democráticas.

Confabulación sin entraña de elementos burocráticos movidos por el sórdido interés personalísimo de alcanzar fama y poder las figuras liderales, y el rebaño privilegios lucrativos o acomodos en el tren gubernativo que les aseguren a sus integrantes la estabilidad harto dudosa o incierta de su modo de vida, los partidos políticos han sido siempre, aquí y en todas partes, los peores enemigos del auténtico esplendor de las instituciones democráticas cuya vigencia, empero, todos a una proclaman servir, defender y preservar.

Las diferencias, aquí o en otras partes, no representan substanciales disimilitudes, sino más bien gradaciones debidas al nivel cultural de cada comunidad; es decir, a la influencia que ejerzan y al respeto que merezcan, en cada país, la sensibilidad moral y cívica del pueblo y las indicaciones de la opinión pública.

Aún cuando las naciones débiles son las más obligadas a manejar los negocios públicos con elevación de miras, aptitud constructiva y honestidad funcional capaces de imponer admiración y respeto por la deslumbrante ejemplarización de sus propias virtudes, dos factores -uno interno y otro externo- les entorpecen su emparejamiento con las naciones más cultas y civilizadas; el factor interno de las luchas y los antagonismos egoístas que enemistan a  las banderías políticas de un lado y del otro las intrigas las grandes potencias expansivas que aprovechan y fomentan estos antagonismos y aquellas luchas como medios, los más efectivos, de propiciar sus designios codiciosos de hegemonía política y de explotación económica.

Siendo una de las débiles naciones que más ha sufrido el azote de las predichas intrigas, ahora estamos palpando que a las viejas injerencias disolventes del orgullo y retardatarias de los progresos nacionales se les ha sumado -a fin de poder maniobrar a su talante con mayor desenfado- una nueva intromisión imperialista que viene a empecer aún más ese progreso, si no, tal vez, con la reserva a largo plazo de aniquilar la misma integridad de la nación, los dominicanos estamos más que nunca obligados a escuchar y atender los Ilamados y los consejos de la sensatez que nos mandan olvidar rencillas y ambiciones para dedicar todas nuestras constructivas energías al común esfuerzo, cohesionados como hermanos, de reestructurar la vida pública en términos que por la fuerza de sus magníficas realizaciones merezcan la admiración de cuantos nos contemplan desde fuera y les impongan paralizante respeto a las influencias extrañas que desde el nacimiento de la república se empeñaron en entorpecernos y prostituírnos.

En el camino de nuestra regeneración me parece que sólo hay un escollo por vencer; y esa rémora no la forman los hombres, quienes, paradógicamente, como persona no anhelan ni persiguen otra cosa que el engrandecimiento de la patria dominicana. Ese escollo lo levantan los partidos políticos que al absorber a los hombres los deforman hasta el extremo de que, convertidos en instrumentos sin voluntad ni pensamiento independientes, los llevan a negarse a sí mismos con la contradicción de su conducta.

A negarse a sí mismo! El peor de los aniquilamientos Peor, mucho peor aún que el natural aniquilamiento de la vida que es la muerte!

Yo sólo puedo creer y sólo creo, por tanto, en los hombres; en los hombres, individualmente. Jamás en los hacinamientos que forman los partidos políticos.

Bien puedo creer o no creer en Juan Bosch como hombre de nobles intenciones y alto pensamiento político; bien puedo creer o no creer en Viriato Alberto Fiallo; bien puedo creer o no creer en Tavárez Justo; bien puedo creer o no en Horacio Julio Ornes; bien puedo creer o no creer en Moreno Martínez o en Read Vittini; y finalmente, bien puedo creer o no creer en los demás conciudadanos que ostentan la comprometida investidura de jefes de partido. Pero no creo, no puedo creer en las agrupaciones políticas que respaldan o afectan respaldar a esos ilustres compatriotas; porque es sobre la reputación de esos núcleos sectarios que a mi juicio está recayendo -a sabiendas de los mismos o ignorándolo tal vez la tremenda responsabilidad histórica que entrañaría el imperdonable fracaso a que parecen hallarse expuestas las recién conquistadas libertades cívicas, o, cuando menos, la práctica eficiente y eficaz de las instituciones democráticas en nuestro país.

La fatídica conclusión mi conclusión fatídica- cae, como fruta madura, por su propio peso: mientras existan los partidos políticos no habrá moralidad política.

No obstante los ligeros matices diferenciales de la apariencia externa que exhiben a la simple vista los refinamientos de la cultura y de la civilización, no la habrá. Ni aquí, ni en ninguna otra parte, como no la hubo, tampoco en el pasado, según lo enseñan las indicaciones de la historia política de la humanidad.

La semejanza de vicios y defectos alegada de tal modo se comprueba, de manera elocuentísima, evocando episodios acaecidos en un país tan avanzado como la hermana mayor a quien habitualmente hemos tomado de modelo en muchos aspectos de nuestra organización estatal.

A raíz de su exaltación a la magistratura ejecutiva del Estado, en 1889, Benjamín Harrison se lamentó en presencia de Theodore Roosevelt de haber encontrado, al tomar posesión de sus funciones, que los manipuladores del partido republicano, su partido, "se lo habían cogido todo para ellos". El no pudo -declaró- ni siquiera "designar su propio gabinete"; porque esos políticos profesionales, que a su talante manejaban y controlaban la maquinaria de la mencionada agrupación política, "habían vendido todos los puestos para pagar los gastos de las elecciones".(1)

Las incoherentes relaciones del Presidente Harrison con las subterráneas realidades políticas han sido expuestas, en una impresionante anécdota, por un reputado ensayista americano.

"La Providencia" -exclamó Harrison después del triunfo "nos ha dado la victoria".

Exasperado ante la candorosa ingenuidad del Presidente, Matt Quay (mágico manipulador de la contienda electoral) explotó:

"Que hombre! El debiera saber" -agregó "cuán cerca de las puertas de la penitenciaría" se vieron algunos hombres "para hacerlo Presidente! "(2).

Han pasado tres cuartos de siglo desde entonces. Mas en todos los partidos y en todas las épocas se cuecen habas. Eran tiempos de paz los del Presidente Harrison. Pero, a la inversa, eran tiempos de guerra de la primera guerra mundial-cuando el partido rival de su partido el Partido Demócrata-dejó ver cuán abismática es la hondura a que es capaz de descender la cuestionada moralidad de los partidos políticos.

-"Las especulativas acciones de Edward Pauly, del General Graham y de otros hombres que ocupan cómodas posiciones en la administración" -comentó el 17 de enero de 1948 Jack Kofoed en su columna del Miami Herald-"indican que en Washington suceden cosas extrañas".

-"S. S. Pittman me recordó un incidente" -prosiguió diciendo Kofoed, - "que aparece relatado en el libro de Arthur Train intitulado Mi Día en la Corte". Mr. Train, autor y abogado, solicitó una plaza como oficial durante la Primera Guerra Mundial. En respuesta a su solicitud, él "recibió un telegrama del Departamento de Marina que expresaba: "Diga por telégrafo, inmediatamente, por quién votó usted para Presidente en las últimas elecciones".

Según rezan los términos del relato debido al columnista Kofoed, Train replicó que ese era un asunto puramente personal y que él no veía cómo podría afectar su servicio de oficial naval. Al no obtener respuesta a esta alegación, se fue a ver en Washington al Almirante Welles, quien entonces encabezaba al personal de la armada.

-"Usted nunca obtendrá esa posición" le declaró Welles con absoluta franqueza-; y al punto le explicó que su "solicitud reposaba en el escritorio del Secretario Daniels, en ese mismo momento, junto con las de media docena de otros hombres que no habían votado por Woodrow Wilson en las últimas elecciones. "No hay esperanza", sentenció el Almirante Welles finalmente.

Negado a darse por vencido y resuelto a ejercer el deber de pelear en la guerra por su patria (3), el autor y abogado Train se apresuró a entrevistarse con Franklin D. Roosevelt, a la sazón Asistente Secretario de Marina.

"Welles está en lo cierto", -admitió Roosevelt, a seguidas explicando-: "El viejo no le concederá esa posición porque usted no votó debidamente".

No era ésa, sin embargo, la pura verdad. Wilson no obraba de por sí; probablemente se usaba su nombre (cual suele usarse el nombre de muchos mandatarios ejecutivos, furtivamente) como instrumento del despotismo ejercido por la maquinaria de su partido.

Mr. Train sacó a relucir entonces el hecho de que cuando otro Asistente Secretario -Herbert L. Satterlle,- ofreció sus servicios, el Secretario Daniels objetó, confundiendo a la nación con su propia agrupación política: "Mi partido tiene la responsabilidad de esta guerra. Yo conozco sus antecedentes; pero no puedo usar sus servicios en ninguna parte".

Kofoed comentó con melancólica amargura, juzgando por las apariencias, que casi todos los que llegaban al gobierno lo hacían en busca de "su propio aventajamiento y no para el bienestar de la nación".

Por todo lo que la experiencia me ha enseñado, yo puedo creer o no creer en determinados hombres como individuos; pero no puedo, definitivamente no puedo creer en los partidos políticos.

(1) Richard Hofstadter, The American Political Tradition (Vantage Press),

(2) Ibid.

 (3) Pugna pro patria, Cato. Consejos morales a su hijo.

Reminiscencias y Evocaciones (Tomo Primero). Editora Librería La Hispaniola. Santo Domingo. 1970.

 

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