sábado, 26 de octubre de 2013

PALABRAS DE JOSÉ MÁRMOL EN LA GRADUACIÓN DE BACHILLERES TÉCNICOS DEL INSTITUTO POLITÉCNICO LOYOLA, EL 26 DE OCTUBRE DE 2013, SAN CRISTÓBAL, R.D.


Buenas tardes. Un honor para mí compartir con ustedes, señores directivos de este importante centro académico, profesores, graduandos, estudiantes, familiares y amigos, algunas ideas acerca de la Importancia de la lengua y la literatura en el perfil de un bachiller.

Quisiera, antes de entrar en materia, agradecer al padre José Rafael Núñez Mármol, cariñosa y familiarmente conocido como el padre Chepe, rector de este Instituto Politécnico Loyola, así como al licenciado Pedro Hernández, director de Bachillerato Técnico, por la gentil invitación y por el privilegio que me brindan de poder dirigirme a esta audiencia, en el marco de un momento de tanta importancia en la vida de los jóvenes graduandos y sus familias.

Asimismo, quisiera aprovechar este momento inicial para extender una cálida y sincera felicitación, como también un entusiasta y merecido reconocimiento a los jóvenes graduandos que hoy alcanzan un peldaño más en el difícil, muchas veces tan precario  trayecto de la formación profesional, peldaño sin el cual no podrían insertarse dignamente en el proceso productivo o continuar otros niveles académicos de formación, para, de esa manera, contribuir al necesario mejoramiento de su calidad de vida y las de sus familiares, y al impostergable proceso de desarrollo económico, institucional y social de nuestra nación. La imperiosa tarea de construir un mejor país se encuentra en una disyuntiva: o lo hacemos ahora o no lo podremos hacer nunca. Ustedes, la juventud, son la piedra angular de esa inaplazable empresa nacional.

Hablar acerca de la importancia de la lengua, es decir, de nuestro idioma, y de un producto suyo, la literatura que a partir de nuestra lengua se escribe, se cultiva, implica la necesidad de combatir algunos mitos, algunas acepciones erróneas; es más, implica derribar algunos prejuicios, de los que solo voy a señalar algunos.

El primer prejuicio es el de creer, y es una falsa creencia tanto de profesores como de alumnos, que la lengua materna es una asignatura más dentro del currículo escolar. No es así. La lengua materna, su aprendizaje y su correcto uso constituyen una necesidad existencial, una razón vital, un vínculo de raíz con una cultura, una sociedad, una historia y un modo de pensar, de sentir y de ser específicos. La lengua es, lo han dejado claro los lingüistas, semiólogos y los filósofos del lenguaje, un sistema de símbolos, ciertamente. Pero no un sistema de símbolos cualquiera, sino, el mayor, el lenguaje de lenguajes, el que sirve para poder interpretar, estudiar y conocer los otros lenguajes.

Por eso a la lengua se le llama sistema interpretante, mientras que a los demás lenguajes, como la música, la pintura, las matemáticas y demás, se les llama sistemas interpretados. De ahí que también la lengua sea definida por Emile Benveniste, un maestro de la lingüística del siglo XX, como el significante mayor de una cultura. Y la cultura, ¿qué es? En efecto, un sistema de símbolos, tanto materiales como espirituales, en el que la lengua, el idioma en que nos comunicamos, el habla natural de las comunidades y sus variantes sociolectales, que sirve de materia prima a la literatura, juega un papel preponderante.

Existe una relación de primer orden entre lenguaje, entendido como capacidad general de comunicación entre animales, entre seres humanos y el mundo que nos rodea, o bien, la realidad. Por eso Ludwig Wittgenstein, el gran filósofo vienés del lenguaje afirmó, en una de sus tantas sentencias afortunadas, que “Palabras son hechos”. Asimismo, el filósofo antiguo Platón, en su diálogo “Crátilo”, en el que conversan Sócrates, Hermógenes y el propio Crátilo acerca de la naturaleza del lenguaje, deja establecido tres fundamentos esenciales a lo que hoy es la lengua como sistema de símbolos que son el consenso, el uso y la significación de los nombres de las cosas o palabras. Esta reflexión primigenia establece ya una relación entre lenguaje y realidad, en cuyo trasfondo se encuentra, además, el eje entre la verdad (alétheia) y la falsedad (pseûdos), dos aspectos que serán esenciales para diferenciar luego la obra literaria como ficción del documento científico natural o la historia como verdad. Pero, lo interesante en Platón es haber llegado a la conclusión de que lo que da nombre a las cosas es el pensamiento. Luego, queda aquí establecido el vínculo indisoluble entre palabra, pensamiento y realidad, más allá de que, en términos filosóficos, se tenga razón o no en pensar que el nombre sea o no una manifestación de la cosa. Lo que resulta indiscutible es el hecho de que la adquisición y dominio de una lengua implica conocimiento y dominio de la realidad.

Es importante que entendamos el hecho de que al tener dominio de una lengua, por ejemplo, de la lengua española como lengua materna para nosotros, estamos asumiendo que ella, como significante mayor de nuestra cultura, nos permite a su vez tener dominio sobre nosotros mismos como personas y también poder interpretar el mundo y la realidad que nos rodean. De ahí que mientras más conocimiento yo tenga de las propiedades simbólicas y lógicas de mi lengua, al mismo tiempo, no solo podré comunicarme mejor con los demás, podré escribirla y hablarla de manera más adecuada o correcta, sino que también tendré un mayor autoconocimiento o conocimiento claro de mi propio yo, de mi persona, y también, podré tener una mayor comprensión de mi sociedad y mi mundo, como del conjunto de objetos naturales y artificiales que me rodean y de las leyes mismas de la realidad. Por eso, queridos jóvenes graduandos, la lengua tiene una importancia mucho mayor que la de una simple asignatura más en el currículo escolar. Y de ahí que aprenderla bien, dominarla bien, conocerla bien constituya una tarea de primer orden en nuestro proceso de formación académica y profesional, no importa si vamos a dedicarnos a la literatura, las artes, las ciencias naturales, las matemáticas, la filosofía, la tecnología o las ciencias naturales. En la medida en que poseo mi lengua me poseo a mí mismo sugiere el gran poeta Pedro Salinas en su hermoso discurso “Aprecio y defensa del lenguaje”, dictado en la Universidad de Puerto Rico, en 1944, durante su exilio caribeño.

Mi lengua es, pues, el más brillante estandarte de mi cultura. En cuanto la conozco a ella, me conozco yo. En cuanto la aprecio y valoro a ella, me aprecio y valoro yo. En cuanto la cultivo a ella, me cultivo yo en pensamiento, en riqueza espiritual, en capacidad o competencia para comunicarme con mis iguales y en posibilidad de desarrollo material mío, de los míos y de mi sociedad. La instrucción eficaz, desde la niñez, para los hombres y mujeres de la nueva realidad que en un mundo globalizado vive nuestra sociedad, debe tener como cimiento mayor el de la enseñanza de la lengua materna. Recuerdo a este propósito un pensamiento del más grande de nuestros humanistas de todos los tiempos, Pedro Henríquez Ureña, que sostiene: “Sigo impenitente en la arcaica creencia de que la cultura salva a los pueblos. Y la cultura no existe, o no es genuina cuando se orienta mal, cuando se vuelve instrumento de tendencias inferiores, de ambición comercial o política, pero tampoco existe y ni siquiera puede simularse, cuando le falta la maquinaria de la instrucción. No es que la letra tenga para mí valor mágico. La letra es sólo un signo de que el hombre está en camino de aprender que hay formas de vida superiores. Y junto a la letra hay otros, también seguros: el voto efectivo, por ejemplo, o la independencia económica” (En la orilla. Mi España, México, 1922, citado por Soledad Álvarez, La magna patria de Pedro Henríquez Ureña, 1981). Noten cómo nuestro insigne hombre de letras establece, con meridiana claridad, la relación entre educación o instrucción, letra o lengua, pensamiento humanístico, vida en democracia e independencia económica o desarrollo económico y social de los pueblos, sobre todo, teniendo siempre muy claro que el ideal de justicia se antepone al ideal de cultura como lo expresó en su visión utópica de América.

Es en la lengua, en el idioma donde se cristaliza nuestro modo de ser, de pensar, de comunicarnos, de crear y de sentir. El habla, ha dicho el filósofo existencialista Martin Heidegger, es la morada del ser. En la oralidad, que es la materialización del acto de hablar, descansa la esencia de la lengua en uso, del lenguaje cotidiano, de la forma instrumental de la lengua para la comunicación. Aprender bien la lengua es la puerta para conocer, en sus fundamentos y leyes, la naturaleza, la sociedad y la cultura. Mientras más reducido, mientras más limitado es mi léxico o cantidad de vocablos con que puedo nombrar las cosas y entidades abstractas,  más limitado es mi conocimiento del mundo, de la naturaleza y del ser humano. Mientras menos competencias lingüísticas desarrolle un individuo, menores serán sus posibilidades de pensar, de razonar, de conocer. Además, más bajo será el vuelo de su espíritu y mucho más estrecha e inoperante será su concepción del mundo y del tiempo que les ha tocado vivir.  

El dominio de la lengua equivale al dominio del acto de pensar. Y si bien sirve para la comunicación, no es la lengua un simple medio de comunicación, “sino la expresión del espíritu y la concepción del mundo de los sujetos hablantes”, subrayó en 1827 el humanista alemán von Humboldt. He aquí pues, la base para la construcción del puente entre lengua y literatura, por cuanto, el arte de escribir literariamente envuelve en su génesis el acto de pensar. Una obra literaria, aunque hiervan en ella las pasiones y las emociones, es el resultado de la articulación pensada de las posibilidades creativas o imaginativas de una lengua. La literatura va mucho más allá del entretenimiento del lector, hasta llegar a convertirse en una travesía, en un viaje imaginario que, afincado en las propiedades expresivas y estéticas de la lengua, hace de la imagen un concepto y de la palabra un pensamiento.
Adentrarse en una obra literaria, sea una novela, un cuento, un ensayo, un poema, un drama, en fin, significa penetrar las entrañas de una sociedad, una cultura, una época, un estadio de la misma lengua y la forma de pensar e imaginar de un individuo que ha sido el autor de la obra. La creación literaria tiene en la lengua, como materia prima, una entidad viva, cambiante, evolutiva. Es por ello que la imaginación literaria reta siempre la relativa rigidez de los estadios descriptivos de una lengua, y a veces, muy a su pesar, le incorpora nuevas palabras, nuevos giros expresivos, nuevos sonidos y nuevos sentidos, para hacerla más abarcadora en su relación con el mundo concreto y más rica en su propio acervo y su linaje cultural.

En la cultura y la sociedad globalizadas de hoy, estamos compelidos a cuidar y defender nuestra lengua de las amenazas de sus propios procesos degenerativos y del impacto mismo de lenguas extranjeras. No podemos cerrarla a cal y canto, pues, el comercio y la cultura planetarios destrozarían ese vano intento. Pero, sí debemos mantenerla fresca, viva en sus esencias y sus raíces, aunque se abra cada vez más al intercambio con las demás lenguas del mundo, y aprenda de ellas, y de esa forma nos permita enriquecernos espiritualmente. Sin embargo, debemos mantenernos vigilantes ante las agresiones que la vertiginosidad de los artefactos o dispositivos tecnológicos dirigen contra las normas de nuestra lengua materna. Esas degeneraciones idiomáticas propiciadas por el iPhone y el BlackBerry son sinónimo de empobrecimiento espiritual y de estrechez mental. La civilización se ha construido a través de los cimientos de las palabras. Y cada palabra tiene un origen, una raíz, una historia, que bien puede evolucionar al abrirse, como una ventana franca, al mundo exterior, a la globalización posmoderna.



Lo que no podemos aceptar es la fiesta deficitaria del lenguaje viral del presente, que piensa más en el límite de los caracteres en sí mismos, antes que en el lenguaje como límite de las posibilidades de conocimiento e interpretación del ser humano y del mundo. La lengua es la depositaria por excelencia de la historia de la civilización. La literatura es, pues, al mismo tiempo, una aventura de la lengua y del pensamiento. Les invito, queridos graduandos, a retomar o fundar en ustedes el hábito de la lectura, sea en los libros convencionales de papel, en las tabletas o en los ordenadores. No importa el soporte, lo que importa es que asuman la lectura como un acto de expansión del conocimiento y del espíritu.

No quisiera concluir esta intervención, sin que hagamos antes una reflexión de orden ético, que atiene de manera troncal al individuo de la sociedad universal actual; pero, muy especialmente, a la juventud de nuestro país. Ustedes son la encarnación presente de las esperanzas del mañana, de un futuro más promisorio, justo, solidario y humano para todos los dominicanos. Así como tenemos una responsabilidad ante el reto de cuidar y defender nuestra lengua y nuestra cultura, también somos responsables ante la necesidad de contener, a toda costa, las fuerzas reactivas, vergonzantes y antidemocráticas que vienen atentando contra la honestidad y la decencia en nuestra sociedad, confundiendo a las masas por medio de discursos demagógicos, populistas y falsarios, que tienen un solo propósito: el del enriquecimiento ilícito para provecho propio, en detrimento de los derechos del pueblo y de su posibilidad de vivir en condiciones más dignas, menos inhumanas y precarias y orientadas hacia un mejor porvenir.

Si no nos unimos, persona a persona, hogar por hogar, familia por familia al llamado ético de detener y denunciar el latrocinio y la corrupción que han gangrenado los cimientos morales de nuestra sociedad y de sus estamentos jurídicos, políticos e institucionales, entonces, asistiremos, tristes y derrotados, al lamentable sepelio de nuestro porvenir como nación y de la viabilidad inmediata de nuestro Estado y sus derechos y bienes conquistados. Piensen en ello, y piensen en la inutilidad de cuanto, con esfuerzo, con sacrificio y con honestidad han logrado obtener hasta hoy como individuos y como sociedad; ustedes que hoy alcanzan el peldaño del bachillerato técnico, piensen para qué habrá servido, si lo único que tendremos por delante serán el abismo social y la incertidumbre existencial.

¿Qué derecho tienen los que con sus actos vergonzosos cotidianos, en el supuesto nombre de la patria y de la autoridad pública, amenazan la paz social y debilitan el tejido gregario y la institucionalidad en nuestro país; qué derecho tienen a arrebatarles a ustedes vilmente la aspiración a un mejor futuro y a la dignidad como conquista del bien común? ¿Qué derecho tienen ciertos falsos dirigentes, salvo honrosas excepciones, a tratarnos como ciudadanos ingenuos y dóciles, como tontos, mansos y útiles a sus propósitos viles, como si no fuésemos dueños de un pensamiento, un sentimiento, un derecho inalienable a la dignidad y el bienestar y un inmenso deseo de soñar en un país libre de toda escoria seudodemocrática, protegida por un manto indecoroso de impunidad, atropello y poder mercurial? No hay derecho. Pero, si no actuamos para contener ese tsunami de populismo barato y de distracción demagógica, en los que se afanan en hacer perpetuos ciertos personajes de la vida pública y privada, entonces, seguirán construyendo un edificio de impunidad en su propio favor y nos arrebatarán el derecho al imperio de la ley, del decoro y la decencia. Ojalá que la confianza depositada por la sociedad en la renovación del Estado y el adecentamiento de las instituciones del país, propio de los últimos catorce meses, no sea defraudada una vez más.

En ustedes descansa, queridos y admirados jóvenes, si es que nuestras fuerzas presentes se agotaran, el deber de salvar la supervivencia ética de nuestra sociedad y de sus instituciones públicas y civiles. Este es un mayúsculo desafío que las nuevas fuerzas de la nación no pueden eludir. La lengua y la literatura, junto a todas las otras manifestaciones del arte y del pensamiento, aunque no lo parezcan, forman parte de los valores y el legado institucional y democrático que debemos salvar del abismo, el desconcierto y la putrefacción.
Que no les falten ni la inteligencia ni el coraje, y que los profundos cambios hacia una sociedad con mayor equidad social y con mayor respeto a la ley y a la vida que desde ahora ponemos en sus manos, no se hagan esperar un día más.


Muchas gracias.

1 comentario:

  1. Estuve presente en la graduación y ese caballero se expresó excelentemente bien, y creo que es un discurso muy acabado

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