Ramón Emilio Jiménez
Entre los hábitos característicos del habla popular criolla sobresale el empleo de la “a” como prótesis, prodigada principalmente en los verbos, lo que contribuye a hacer más notorio el barbarismo, pues esta a ociosa, cuando encabeza el infinitivo, aparece en todas las inflexiones verbales.
Tan notorio es la gente rural como en la urbana. No dice, la habladora lengua del pueblo, “tentar”, en el sentido de palpar. Lo corriente es la “a” inútil antepuesta al vocablo. “Tengo fiebre, atiéntame”, dice a la madre, invitándola a tomarle el pulso, el tímido muchacho.
“La leche esta caliente, asóplala” - profiere la madre cuidadosa al pequeño que le pide alimento. “Soplar” sólo dice el vulgo en el sentido de dar, propinar, acometer. “Le soplaron una pela”, dirá una persona menuda, con referencia a una azotaina aplicada a un chico mal hablado.
Común es oír al campesino empeñado en la faena matinal del sureño, gritarle al mozo distraído que al dar salida a un recental dejó escapar otro que corrió ávidamente a tirar de la ubre copiosa: “asujétalo”.
De igual modo no usa el termino propio “levantarse”, y así, cuando el imberbe mozo va a parar al suelo, mal de su grado, por la rebeldía de un bruto “de sangre”, el buen labriego dísele ímperioso: “Alevántate”.
Larga es la lista de verbos en los cuales aparece como de vanguardia la intrusa “a” radical. En el campo es corriente ver a padre de familia doblado de espalda sobre una hamaca crujidora mientras uno de los chicos de la casa se entretiene en ahuyentar la comezón que por hábito siente aquel a la hora del lavado de pies para acostarse. En tal actitud dice el buen campesino al menor de recias uñas enlutadas. “Arrácame”, porque para el como para la mayoría de los labriegos, la voz “rascar” no existe.
La misma suerte corre el termino “probar” como sinónimo de saborear. Lo común es decir “aprobar”, y de ese modo oímos a gentiles mozas campesinas y a muchachas del pueblo, gustar una fruta y extenderla a sus amigas diciéndoles, para hacerlas copartícipes del goce: “¡Aprueben!”.
En la pulpería rural y en la “vela” típica, los hombres no rejuntan sino que se ajuntan. Después de una vela la gente trasnochada se “arrecuestas”. Para el rústico habitante no existe el término recostar, como no existe tampoco rayar, sino “arrayar”, ni “podar”, sino “apodar”.
La “a” viciosa invade también la jurisdicción del adjetivo. Apuntar con el arma de fuego y hacer blanco repetidas veces, es ganar fama de “acertero”. Nadie dice en el ampo “certero”, ni la niñez pueblerina, muy dada a cazar pájaros con los llamados tiradores.
Al habitante de la sierra suele decírsele “aserrano”. En algunos lugares es común no decir potentado, sino “potentado”. “En los negocios hay que ser aprevenido”, le oímos decir a hábiles tratantes.
Este vicio de la “a” como prótesis afecta también al sustantivo. El vulgo dice por lo regular “alargarto”. No es un empujón lo que da el que le impele a otro en la lucha.
No podía quedar ileso el adverbio, y así, “tanto” ha venido a parar “atanto”. Presenciábamos hace poco la relación que hacía un campesino de la lucha que sostuvo con otro en una casa de juego. Ponderando la magnitud del golpe que le había dado, concluyó: “Atanto que lo cogieron aturdió”.
La preposición no queda fuera del alcance de este vicio, y así le oímos decir a mucha gente: “Asegún me lo contaron, te lo cuento”.
Y para terminar, venga a guisa de cuento lo ocurrido a un pobre hombre en la época de nuestros cuartelazos y asonadas. Había sido sorprendido en la casa de su concubina la noche de su servicio como centinela en un camino próximo a la ciudad de Santiago. El jefe de la plaza sospechaba que algo podía ocurrir aquella noche y aumentó la vigilancia de la ciudad, escogiendo para el sitio de referencia al hombre de nuestro cuento, que no midió el peligro a que se exponía abandonando su puesto para entregarse a las caricias de su amante. Tan pronto como el jefe supo lo ocurrido se indigno con el pobre hombre y rugió con acento de trueno: “¡Afusílenlo!”
AL AMOR DEL BOHIO (1927/1929). Sociedad Dominicana de Bibliófilos, INC. 1975.
Entre los hábitos característicos del habla popular criolla sobresale el empleo de la “a” como prótesis, prodigada principalmente en los verbos, lo que contribuye a hacer más notorio el barbarismo, pues esta a ociosa, cuando encabeza el infinitivo, aparece en todas las inflexiones verbales.
Tan notorio es la gente rural como en la urbana. No dice, la habladora lengua del pueblo, “tentar”, en el sentido de palpar. Lo corriente es la “a” inútil antepuesta al vocablo. “Tengo fiebre, atiéntame”, dice a la madre, invitándola a tomarle el pulso, el tímido muchacho.
“La leche esta caliente, asóplala” - profiere la madre cuidadosa al pequeño que le pide alimento. “Soplar” sólo dice el vulgo en el sentido de dar, propinar, acometer. “Le soplaron una pela”, dirá una persona menuda, con referencia a una azotaina aplicada a un chico mal hablado.
Común es oír al campesino empeñado en la faena matinal del sureño, gritarle al mozo distraído que al dar salida a un recental dejó escapar otro que corrió ávidamente a tirar de la ubre copiosa: “asujétalo”.
De igual modo no usa el termino propio “levantarse”, y así, cuando el imberbe mozo va a parar al suelo, mal de su grado, por la rebeldía de un bruto “de sangre”, el buen labriego dísele ímperioso: “Alevántate”.
Larga es la lista de verbos en los cuales aparece como de vanguardia la intrusa “a” radical. En el campo es corriente ver a padre de familia doblado de espalda sobre una hamaca crujidora mientras uno de los chicos de la casa se entretiene en ahuyentar la comezón que por hábito siente aquel a la hora del lavado de pies para acostarse. En tal actitud dice el buen campesino al menor de recias uñas enlutadas. “Arrácame”, porque para el como para la mayoría de los labriegos, la voz “rascar” no existe.
La misma suerte corre el termino “probar” como sinónimo de saborear. Lo común es decir “aprobar”, y de ese modo oímos a gentiles mozas campesinas y a muchachas del pueblo, gustar una fruta y extenderla a sus amigas diciéndoles, para hacerlas copartícipes del goce: “¡Aprueben!”.
En la pulpería rural y en la “vela” típica, los hombres no rejuntan sino que se ajuntan. Después de una vela la gente trasnochada se “arrecuestas”. Para el rústico habitante no existe el término recostar, como no existe tampoco rayar, sino “arrayar”, ni “podar”, sino “apodar”.
La “a” viciosa invade también la jurisdicción del adjetivo. Apuntar con el arma de fuego y hacer blanco repetidas veces, es ganar fama de “acertero”. Nadie dice en el ampo “certero”, ni la niñez pueblerina, muy dada a cazar pájaros con los llamados tiradores.
Al habitante de la sierra suele decírsele “aserrano”. En algunos lugares es común no decir potentado, sino “potentado”. “En los negocios hay que ser aprevenido”, le oímos decir a hábiles tratantes.
Este vicio de la “a” como prótesis afecta también al sustantivo. El vulgo dice por lo regular “alargarto”. No es un empujón lo que da el que le impele a otro en la lucha.
No podía quedar ileso el adverbio, y así, “tanto” ha venido a parar “atanto”. Presenciábamos hace poco la relación que hacía un campesino de la lucha que sostuvo con otro en una casa de juego. Ponderando la magnitud del golpe que le había dado, concluyó: “Atanto que lo cogieron aturdió”.
La preposición no queda fuera del alcance de este vicio, y así le oímos decir a mucha gente: “Asegún me lo contaron, te lo cuento”.
Y para terminar, venga a guisa de cuento lo ocurrido a un pobre hombre en la época de nuestros cuartelazos y asonadas. Había sido sorprendido en la casa de su concubina la noche de su servicio como centinela en un camino próximo a la ciudad de Santiago. El jefe de la plaza sospechaba que algo podía ocurrir aquella noche y aumentó la vigilancia de la ciudad, escogiendo para el sitio de referencia al hombre de nuestro cuento, que no midió el peligro a que se exponía abandonando su puesto para entregarse a las caricias de su amante. Tan pronto como el jefe supo lo ocurrido se indigno con el pobre hombre y rugió con acento de trueno: “¡Afusílenlo!”
AL AMOR DEL BOHIO (1927/1929). Sociedad Dominicana de Bibliófilos, INC. 1975.
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