Hasta el verano pasado, cuando lo leí en un libro, no tenía idea de que
Mussolini invirtió buena parte de su tiempo escribiendo editoriales, entre
1941, cuando fue expulsado del partido socialista, y 1922, cuando tomo el poder
en Italia. Al reflexionar sobre esto, llegue a la conclusión de que no tiene
nada de sorprendente. Hay un pequeño Mussolini en cada redactor de editorial.
No un Hitler, ni un Stalin, ni un Pinochet, ni un Idi Amín, pero
lamentablemente si un Mussolini. Pomposo, entrometido, pretencioso; un
personaje gracioso para todos, menos para él mismo, confía en forma franca y
desmedida en la pelea, imparte ordenes grandilocuentes que no surten absolutamente
ningún efecto. Diremos a coro: “resulta anacrónico que los hombres de buena
voluntad resuelvan sus diferencias en esta forma tan irritante y tan poco
conciliadora, frente a lo cual, un desagradecido país responderá: “¡Ya basta!”.
Lo llamaremos “mussolinismo”, y constituye el componente azaroso de los
editorialistas. Por supuesto, no tiene nada que ver con sus personas, pero
tiene absolutamente que ver con su opinión personal.
La mayoría de las veces es más difícil expresar la posición editorial, al menos
si los editorialistas son honestos con respecto a los temas planteados. Pienso
que, con frecuencia, el redactor deberá referirse a algún hecho especifico de
las noticias, y deberá manejar su propia escala de valores, además de algunas
presiones, para realizar la elección y estos son los editoriales arduos e
interesantes, ya que, si son buenos, reflejarán las discusiones que conducen a
la conclusión del editorial, asi como deberán demostrar por qué esas razones
tienen más peso que otras.
En el The Post, utilizamos varios caminos para llegar a la toma de
posición. La mayoría de las mañanas tenemos una reunión editorial, que puede
ser ágil o densa, productiva o estéril, según la disposición de los que
participamos o los hechos que tratemos.
Algunos temas son obvios: encabezan las noticias, son de interés general,
involucran una serie de problemas no resueltos, etc. Son tan claramente
patrimonio de un editorial, que el hecho de no incluirlos constituiría, de por
sí, un comentario editorial.
El hecho es que, a pesar de todos los rumores que sugieren lo contrario, la
mayoría de los escritores de editoriales son realmente personas, y, en tanto tales, tendrán prejuicios y
preferencias: si su tigre hace algo, pensarán que es una buena cosa, pero si es
otro el tigre… bueno, entonces es distinto.
Me parece que debemos tener esto en cuenta y además debe preocuparnos, ya
que un editorial debería asumir posiciones que se mantengan fieles a principios
básicos, y no a los programas o actividades- cualesquiera que sean-de quienes
son considerados amigos políticos.
Opino que una página editorial, que en la mayoría de los casos se hace a
partir de tres o cuatro juicios de valor, debe ganar aceptación al asumir
posiciones y hacer recomendaciones que surjan de planteos hechos día a día y que estén dentro de los marcos de las
posibilidades reales y el sentido político. Pero a los editorialistas no se les
paga como para pretender que sean ministros o para demostrar cómo se
desempeñarían si estuvieran llevando a término alguna negociación. Así, de vez
en cuando, si son realmente buenos reconocerán problemas y asuntos de interés
público que requieren un poco de visión, un poco de firmeza y un poco de
que-diablos-me importa-cuales-sean-los-obstáculos-es-bueno-que-se-hagas-ahora.
En otras palabras, las reuniones editoriales, s son provechosas,
contribuirán a que las posiciones de la página editorial son honestas,
consecuentes y abiertas a la crítica o a los eventuales cambios. Asimismo,
impedirán que los editorialistas se tomen demasiado en serio a sí mismos o se
den ínfulas de sabihondos. En síntesis, evitaran que los redactores se sientan
un “Mussolini”. Dada la gran cantidad de riesgos y tentaciones que tiene
nuestro oficio, esto ya es bastante.
LA PAGINA EDITORIAL / The Washington Post. 1978. Pág. #39.
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