Para COLOQUIO.
La sociedad españolense del siglo XVI sabía divertirse cuando la ocasión lo
demandaba. Autoridades, hacendados y gente del pueblo se mezclaban entonces,
sin distinciones de clases, para pasar unos días de jolgorio, olvidados de la
crisis economía que, en la segunda mitad de dicha centuria, sacudía a las
colonias.
Las diversiones más galanas y desenvueltas tenían lugar durante las
carnestolendas, pero se iniciaban nada menos que dos meses antes con mascaradas
y regocijos. Aquello debía ser algo así como el carnaval de Rio, pero en
pequeño.
Durante la festividad del rey Momo, los principales de santo domingo, con
el gobernador y oidores a la cabeza, organizaban
cabalgatas por las calles de la ciudad. Durante ellas se tiraban naranjas,
huevos y ¨ojos de cera llenos de agua de olor¨. El pueblo participaba desde las
ventas y zaguanes de las casas.
Otro escenario de la alborozada porfía era e rio Ozama. De barco en barco
llovían los inofensivos proyectiles. También desde la fortaleza, cuyos
ocupantes, bien protegidos, podan disparar a gusto.
La costumbre de marras databa de veinticinco años. Como es de suponer, vino
de España. De ella habla Espine en su novela picaresca sobre Marcos de Obregón.
El martes de carnestolendas, la grita de jeringas y naranjazos era de
categoría.
Todas las autoridades que en la colonia han sido anduvieron en esos alegres
devanes. López de Cerrato, Grajeda, Peralta entre otros encumbrados personajes
se liaban a naranjazo limpio, lo mismo que sus mujeres. En tiempos del
gobernador Alonso Maldonado, los saraos celebrados en las casas reales
culminaban en batallas campales.
No faltaban desde luego timoratos y necios que juzgaban tales
esparcimientos excesivos y desenvueltos. Sobre todo, indigno de tan
prosopopéyicos notables. La denuncia llego pronto de España. El fiscal de la
Audiencia, Diego de Villanueva Zapata, promovió información sobre la diversión,
que defendió vehementemente, igual que todos los testigos convocados. Todos
coincidieron en asegurar que no había motivo para escándalos ni censuras, pues
autoridades y pueblo solo se divertían sanamente. De nada valió la información
del fiscal. El mojigato Consejo de Indias movió ánimo del rey y una cedula de
10 de marzo de 1579 ordeno cesasen las cabalgatas, saraos y naranjazos. Tales prácticas
eran indecentes e impropias de la alta investidura de quienes las
protagonizaban. La resolución considero inadecuado que ¨personas de letras y a
cuyo cargo está el gobierno y administración de justicia andan tan común y
familiarmente entre los del pueblo, de quien han de ser respetadas y temidas¨.
Como en tantas otras cosas, las autoridades acataron la orden, pero no la
cumplieron. Lo cierto es que el juego siguió celebrándose con idéntico espíritu
fiestero. Ni critica, ni denuncias, ni murmuraciones acabaron con él.
Con el paso del tiempo la diversión se desplazó de las carnestolendas al
día de San Andrés. En 1740, el arzobispo Álvarez de Abreu se quejaba de que el
pueblo gastaba dinero en los cascarones de huevo relleno de agua que se lanzaba
mientras en hospital de San Andrés estaba tan corto de rentas. La lucha tenía
efecto entonces el día de la fiesta patronal del santo.
Una nueva prohibición, en los primeros años de este siglo, dispuesta por
ver en la porfía un ejercicio contrario
la civilización, decoro y respeto público, tampoco pudo con él. Tal es
la fuerza de la tradición, que resiste cedulas.
Los inocentes e inofensivos huevos y naranjazos de antaño son hoy
sustituidos por piedras que ciertos barbaros colegiales esgrimen contra quienes
se cruzan en su camino. Bueno es preservar las viejas costumbres, pero sin
victima ni sangre.
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