FRAGMENTO.
Causa
honda de esa contaminación general es, en nuestra época, la degeneración del
sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes
presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y el arte de aplicarla:
ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son árbitros inapelables
de esa ciencia y de ese arte.
La
política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus
subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube la
rahez y se acorcha los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por
la deshonestidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia el
relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto.
Abájanse los adarves y alzánse los muladares. El lauredal se agota y los
cardizales se multiplican. Los palaciegos se frotan con los malandrines.
Progresan funámbulos y volatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña,
donde todos tragan; lo que antes era signo de infamia o cobardía, tornase título
de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una
aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la
improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que
en las patrias se cubría de vergüenza,
en los países cúbrese de honores.
Las
jornadas electorales conviertense en burdos enjuagues de mercenarios o en
pugilatos de aventureros. Su justificación esta cargo de electores inocentes;
que van a la parodia como a una fiesta.
Las
pasiones de profesionales son adversas a todas las originalidades. Hombres
ilustres pueden ser víctimas del voto: los partidos adornan sus listas con
ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el
blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que
disculpe su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías
sostener intereses de partidos. con el pretexto de sostener intereses de
partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las virtudes; explotan
el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan
en el banco del éxito merced a la firma prestigiosa. Para cada hombre de mérito
hay decenas de sombras insignificantes.
Aparte
esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de elegidos del pueblo
se subalterna, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles.
Los
primeros derrochan su fortuna por ascender al Parlamento. Ricos terratenientes
o poderosos industriales pagan a peso de oro los votos coleccionados por
agentes impúdicos; se;orzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse
el único diploma accesible a su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran a
ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones.
Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose a las piaras.
Los
deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones
lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado;
prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos
a tanto por minuto; pagan con destinos y dadivas oficiales a sus con la
mayoría. Apoya electores, comercian su influencia para obtener concesiones en
favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de
negocios esta siempre con la mayoría. Apoya a todos los gobiernos.
Los
serviles merodean por los congresos en virtud de la flexibilidad de sus
espinazos. Lacayos de un grande hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no
osan discutir la jefatura del uno o las consignas de la otra. No se les pide
talento, elocuencia o probidad: hasta con la certeza de su panurguismo. Viven
de luz ajena, satélites sin color y sin pensamiento, uncidos al carro de su
cacique, dispuestos siempre a batir palmas cuando él habla y a ponerse de pie
llegada la hora de una votación.
En
ciertas democracias novicias que parecen llamarse república por burla, los
congresos hormiguean de mansos protegidos de la oligarquía dominantes. Medran
piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías al porquero
esperando una guiñada o una se;a. si alguno se aparta está perdido: los que se
rebelan están proscriptos sin apelación.
Hay
casos asilados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o
representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos
sirven a los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.
Es
de ilusos creer que el mérito abre las pertas de los parlamentos envilecidos.
Los partidos-o el gobierno en su nombre- operan una selección entre sus
miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga. Un soberano
cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión
moral: por simpatía y por conveniencia.
Los
cómplices grandes o pequeños, aspiran a convertirse en funcionarios. La
burocracia es una convergencia de voracidades en acecho. Desde que se
inventaron los Derechos del Hombre todo
imbécil lo sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley
implicara una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir a expensas del
Estado rebaja la dignidad. Cada elector cruza las calles, de prisa, preocupado,
a pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, a cualquier hora,
podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una
recomendación o la lleva en su faltriquera.
La
pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara
que gobierna. Con el sistema parlamentario
se le esclavizo por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese
juego de influencias bilaterales converge a empequeñecer la dignidad de los
funcionarios. El mérito queda excluido en lo absoluto queda basta la
influencia. Con ella se asciende por ella se asciende por caminos equívocos. La
característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención
salvara la competencia. Faubert ha contado en páginas eternas la historia de
dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pecuchet. Nada hacen bien,
pero a nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias son funcionarios de
cualquier función, creyéndose órganos valedores para las contradictorias
fisiologías.
Consecuencias
inmediatas del funcionamiento son la servilidad y la adulación. Existen desde
que hubo poderosos y favoritos.
El
excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esa carcomas
del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas
épocas: son compatibles con la
“honestidad”. Pero no con la “virtud”. Nunca.
El
elogio sincero y desinteresado no rebaja
a quien lo otorga ni ofende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser
un error, no es una indignidad.
Adulación lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la
privanza induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso
y todo le sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia solo se aguza para oliscar
el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño, pensando y sintiendo
como el lo rodena: su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece
a la raza de los “cobardes felices”, como los bautizó Leconte de Lisle.
La
adulación es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun
cuando lo hace por una especie de benevolencia banal o por el deseo de agradar
a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino.
No
solo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables
afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor
cuantitativo de las turbas pueden mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de
ideal; mas cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el
embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar
de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia
dignidad.
En
los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los
gobernantes prestan oídos a los quitamoscas .Los vanidosos viven fascinados por
la sirena que lo arrulla sin cesar, acariciando
su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los
ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los arrastra a cometer
ignominias como a esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla
a quienes las corrompen con elogios desmedidos.
Quien
vive para un ideal no puede servir a ninguna mediocracia. Todo conspira en ella
para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; y ¡guay!
Cuando se aprtan de esta la pierden para siempre. Temen por eso la
politiquería, sabiendo que es el Walhalla de los mediocres. En su red pueden
caer prisioneros.
Pero
cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los
serviles y los rutinarios; rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo
saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra
ella, a pesar suyo, a desmantelarla, cuando se prepara un porvenir.
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