lunes, 30 de diciembre de 2024

CARTA A PAPÁ DIOS / Excursión al Nalga de Maco. por el Dr Federico W. Litthgow Ceara

 


Fragmento (Martes 28 de diciembre de 1954). 

El que pensábamos que sería un día de puro aburrimiento, resultó en verdad una sucesión de gratísimas horas. Voló rápido el tiempo, de tal modo, que cuando creímos que era el medio día estábamos ya en plena tarde, tarde adornaba con una noticia sensacional para el pobladito: iban a sacrificar un cerdo para la venta pública. Desde nuestro elevado observatorio y ayudados por los gemelos, estábamos en realidad en todas partes. Así, habíamos gozado de las escenas callejeras durante la mañana y ahora íbamos a reírnos, al través de los cristales de aumento, del ajetreo de la carnicería y del rito de la matanza. Luego, el Dr. Bueno resolvió desafiar a la brisa y a la lluvia y me invitó a que lo acompañara a la pulpería que estaba frente a la pequeña carnicería. Allá nos fuimos, de resbalón en resbalón y empujados por la brisa y la llovizna para encontrar una alegre reunión. Sobre el mostrador jugaban al dominó cuatro expertos en el juego; uno de ellos, dueño de la pulpería, a todo comprador que reclamaba algún artículo le contestaba invariablemente: “No hay”. Cuando le hice observar que estaba mirando en la tramería algunas de las cosas que solicitaban sus clientes, me dedicó tamaña “cortada de ojos” y se resolvió a hacer algunas ventas, a la carrera, para no hacer esperar a los compañeros del dominó. Uno de los jugadores era Leopoldo, magnífico cuentista. Como surgieron chistes e historias, llegado su turno nos ofreció, magníficamente relatado, el siguiente cuento, que es toda una filosofía:

Había una vez… un señor que estaba en la mayor pobreza, pobreza tanta como su ignorancia. Un día, para él de júbilo, acudió a su cerebro una idea salvadora: escribir una carta a Dios pidiéndole ayuda. Tomó papel y lápiz, y con su trabajosa caligrafía, contó a Papá Dios sus miserias, sus urgencias, sus desventuras todas, terminando por pedirle cien pesos; sobre la envoltura estampó: “Para Papá Dios”. Llegada la carta al correo, fue grande el problema para encauzar la misiva hacia su destinatario. Uno de los empleados, más avispado que los otros, adivinó que se trataba de algún pobre ignorante y resolvieron abrir la carta y leer su contenido. Informados de los apuros del solicitante fueron empujados por la piedad a hacer una colecta entre ellos y así reunieron la suma de setenticinco pesos, que hicieron llegar de inmediato al aturrullado pobrete. Pasaron unos días cuando, para sorpresa de todos en la oficina de correos, llegó otra carta dirigida a “Papá Dios”. La abrieron para leer estupefactos:

Mi querido Papá Dios:


“Muchas gracias por la ayuda que me enviaste hace unos días: con ese dinero resolví mis problemas más urgentes. Sin embargo, no han terminado mis apuros, y necesito ropa, comida y medicinas. Te pido que de nuevo me ayudes con otro dinerito; eso sí, que no me lo vuelvas a enviar por el correo, porque de los cien pesos que mandaste, los empleados de la oficina se robaron veinticinco.
Tuyo,”

El cuento, que es de primera, nos dice de los inconvenientes de prodigar favores, cuando es tan fácil negar asistencia al que la necesita; en eso, todos estarán de acuerdo, pero y qué de aquél interno regocijo cuando nos damos, alma y cuerpo enteros, a llevar consuelo, ayuda y seguridad al prójimo?

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