Baní, región
íntegramente poblada por un grupo de familias de origen canario, nos ofrece un
testimonio de lo que sería la sociedad dominicana si desde 1809 se hubiera
seguido respecto de la población blanca del país una política semejante a la
que en 1563 se inauguró para conservar en su mayor pureza la población
indígena. El núcleo constituido por la sociedad banileja es la flor de la
República. Somáticamente, es la zona menos mezclada del país y, tanto en la
ciudad como en los campos vecinos, se conserva intacta la tradición castellana.
Todas las virtudes de la raza se hallan allí reunidas como en un torneo en que
participan desde las prendas del carácter hasta los atributos excelsos de la
inteligencia. Las mujeres más hermosas del país alternan en aquella región
privilegiada con los hombres que mejor representan el espíritu de hidalguía que
sobrevive en Santo domingo como una herencia de la Edad de Oro de la colonia.
Sobre un medio geográfico adverso, sobre una sabana inhóspita y casi pedregosa,
la industria del hombre ha creado un emporio de riqueza y ha engrandecido la
cadena de progreso multiplicando sin interrupción los frutos de la actividad
privada. El heroísmo de la acción, la grandeza casi épica que asume allí el
trabajo, no impide que se manifieste en esta comarca una poesía más recóndita y
más dulce, que encuentra su más acabada
expresión en la armonía del hogar y en la sencillez de las costumbres
semipatriarcales. La sociedad de Baní representa también, mejor que la de
ninguna otra comarca del país, la evolución del carácter nacional hacia las
formas más altas y más puras de la vida civilizada. Es ésta la región de la
Republica donde el hombre tiene una conciencia más clara de su deber, donde la
raza tiene un mejor sentido de sus capacidades, donde el pueblo posee una
noción más firme de su cultura y el ciudadano una idea más orgullosa y más
nítida de su dignidad.
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