En su afán cientificista de libre pensamiento el hombre se sintió
autosuficiente y se creyó prescindible de ataduras sobre naturales, y al perder
la fe en Dios y en el Mito, prohijó el descreimiento como signo de un progreso
intelectual y un triunfo de la razón humana.
En ese estado de presunción omnisciente advino el
desgarramiento de la conciencia, con la consecuente intromisión en la
subjetividad para potenciar los propios poderes interiores. Desatado las
amarras que o vinculaban espiritualmente a la Naturaleza y al poder sobre natural
que lo sostiene, el hombre acudió a la fuerza interior que emana de su íntimo
dintorno, a “ese espacio profundo, oscuro y casi desconocido del
ensimismamiento de que hablara Paul Valery, y que constituye el rasgo
determinante de la Modernidad”.
Para el poeta expresar libérrimamente esos efluvios
interiores precisó romper con la rima y acudir al
versolibrismo y la polimetría y hasta el uso de la prosa poética, que ofrece
una mayor libertad de movimiento al dar rienda suelta a cuanto procede de la
mismidad del sujeto, desagarrado, desarticulado y fragmentado. Fue entonces
cuando acudió en busca del espíritu que procura su poder sobre sí mismo, “donde
el sujeto cognoscente se penetra y se trasciende”, según la estimación de
Gunther Blocker en Líneas y perfiles de la literatura moderna (Madrid,
Guadarrama, 1969, p. 144).
El cultivo de la subjetividad, caracteriza, pues, al hombre
moderno y, desde luego, al arte y la literatura que exploran en los dominios
imaginarios, que son los que dan cuenta de nuestro ser profundo o de la
intimidad de las cosas, de modo que el uso de los recursos modernizantes de la
composición literaria fue producto de una necesidad expresiva, como consecuencia
de esa penetración interior en la conciencia que implicó la mente moderna por lo cual la Modernidad no proviene del
empleo de recursos sino de la incursión creadora en la subjetividad.
Coloquio. El siglo. Sábado 16 de febrero de 1981. No 99.
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