Era Jules Supervielle quien decía una vez, claro que en/ un poema, lo
siguiente: Los peces de las profundidades / que no tienen ojos ni párpados/ han
tenido que inventarse la luz / para las necesidades de su corazón.
Se refería el poeta a especies de peces –hombres, de peces-conciencia, que
aún ciegos, eran capaces de generar luz, de inventarla.
Existe un mundo de sombras en donde el tacto es privilegio de la evolución.
Existe un mundo digital, capaz de identificarse en colores que no llegan al
iris y que la mano desarma, convirtiéndolos en arcoíris invisible, en fronda
oscura, perceptible sólo por neuronas directamente conectadas al círculo
concéntrico más concéntrico de la huella digital.
Los peces de las profundidades nadan y desnadan su océano palpable e
invisible con los párpados cerrados, a veces sin ojos, a veces sin otro sentido
que el de la temperatura de la tiniebla, y se orientan. Y cuando se orientan
están haciendo un ejercicio creativo, inventan, imaginan, usan de su sentido del
olfato, de su enorme sentido del sabor, y crean caminos en zonas de aguas
templadas, y diferencian la luz de la sombra-el sol de la noche-siguiendo las
rutas del calor que viene de arriba y que se intuye como luz, como como invento
de las necesidades del corazón.
Y así vamos entre las sombras, navegando, inventando la luz. Y cada uno
crea sus energéticas realidades en relación
con sus energéticas vicisitudes. Nos acostumbramos lentamente a la
sombra, navegamos al tacto, nos digitalizamos, y los versos de Superville se
van transformando en los nuevos versículos de un Nuevo Testamento, con
evangelios húmedos, Cristos pasados de moda, oráculos mojados en noche de
fondo.
Nos queda, y esto es importante, poder inventar nuestro propio destello, y
es cuando volvemos a la poesía, única fuente de brillo en la cual no se
necesita de combustible comprado bajo los auspicios de los guardianes del
golfo.
Coloquio. El Siglo. Sábado 16 de febrero de 1991. No. 99.
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