En el momento mismo en el
que el vientre de la llamada María se iluminaba para u parto de luz , nacían hormigas bobas debajo del pesebre, un pequeño o hacer huevo
de salamanqueja estallaba produciendo un animalillo de oro que raneaba por
encima del pajonal, el buey grande dejo caer una lágrima de plata que se hizo
como de azogue y se derritió entre el lodo que la noche anterior había dejado
la lluvia; también, mientras María depositaba en el lecho al pequeño, nacían arañitas
blancas que pintaban de luna con el viento del deserto, aprendieron en segundo
la distancia y el aliento de las mieles; cuando María sintió entre sus dedos
los deditos azules de su hijo, vio llegar mariposas con escenas de futuro en
sus alas: una tenia dibujado el rostro de Herodes con la orden de matanzas
entre los labios legibles, la otra llevaba en su alón la imagen de un hombre
repartiendo panes y peces en algún lugar de Galilea: cuando María sintió la
llegada de camellos y reyes distantes que se aposentaron frente al pesebre,
dijo: “estos vienen a honrar a mi hijo” en efecto, dejaron oro, incienso, mirra
y buenos pensamientos, mientras la murciélaga paria pequeños y volátiles seres
que se posaban como el gorrión, el canario, y una estrella, en la cabecera del niño;
cuando María, años después, lo vio en la cruz pudo reconocer a sus pies
hormigas bobas, y vio una salamanqueja de oro trepada en el letrero que decía
INRI, presintió que aquel buey que tenía los ojos vidriado era el mismo que
hacia 33 años había llorado lágrimas de plata; de arañitas blancas, enanas, las
mismas abejas, las que giraban sobre sus labios cuando el centurión le dio
vinagre en vez de agua. En sus manos María vio nacer mariposas, y leyó en la
silueta de sus grandes alas la imagen de su sepulcro abriéndose y de un hombre
resucitando; su sonrisa de madre se llenó de azules, y un enorme olor de
incienso y mirra se dispersó por las faldas del monte.
Durante años aquellos
seres pequeños siguieron a Jesús, lo
sintieron orar y lo vieron gemir; durante años la salamanqueja, y las abejas
breves, el olor de la mirra y el incienso, así como el fragor rumoroso de las
alas de la mariposa fueron pequeños milagros imperceptibles, metáforas de una
historia en al que no solo los hombres, sino todos los seres humildes de la
naturaleza habían estado de acuerdo en que este concitador de pequeñas y
grandes voluntades no era otro que el hijo de Dios.
Coloquio. El Siglo.
Sábado 8 de diciembre de 1990. No. 89.
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