EL CORAZON DEL ARTISTA / Fragmentos.
Las bellezas de una obra cualquiera gustada por el
artista-y con mayor razón las de una obra creada por su genio- le parecen ser
el fondo admirable, a la vez que por largo tiempo ignorado, de su propia alma,
tan divina como desconocida.
Porque desde hace varios siglos la aspiración de los
artistas viene manifestándose bajo signos diametralmente opuestos a la de los
obreros divinos de la Edad Media o de los primitivos de tantas diferentes
razas, que estimaban, con razón, que la propia firma no constituía ni de lejos
la clave de su obra.
Cuando la exaltación de las cosas santas no la hacen
los santos, se corre el peligro de atentar contra la justicia y la majestad de
la Iglesia.
Todo arte constituye un círculo hermético y replegado
sobre su propia voluptuosidad, y si el artista, en cuanto tal, sufre en su obra
de cualquier modo que fuese, siempre lo deberá a sus propias deficiencias
respecto de la perfección ejemplar de su arte.
Y ¿Quién de nosotros no ha sido presa alguna vez de la
convicción de que el cetro del arte es inasequible para nosotros, como lo fue
para Lucifer aquel otro cetro que intenó alcanzar en el vacio de los espacios,
no hallándolo-y eso sólo por breves instantes-nada más que en el corazón de los
humanos?
¿Para qué, en efecto, esta manía de repetir lo
que ya está visto u oído, esta copia infatigable de la naturaleza si en todo
ello no viniese mezclado un secreto deseo de divinización?
Pero la razón del arte reside en fijar en el cañamazo
de la sensación el ser que va transfundido en lo concreto, y cantar la circulación
de la vida, interpretando simbólicamente por medio de formas unidas a un substratum
material, las inteligencias admirables que de ella irradian. Todo este trabajo,
que es lo propio del artista, puede quedar disimulado bajo el aspecto externo
de la obra, porque no por el hecho de que un cuadro se contente con evocar ante
el profano algún trozo conocido de la naturaleza habrá dejado de verse
obligado, si ha sido obediente a la ordenes del arte, a someterse a aquellas
leyes imperiosas, aunque frecuentemente oscuras para nuestras percepciones, que
son las que lo rigen en su esencia.
La misión del poeta, en cambio, consiste en señalar el
tiempo y trazar, como pueda, la línea de aquella inmensa peregrinación en cuyo
término le esperan el tema y el modo de realizarlo que haya elegido. De Aquí
que todo su trabajo ha de reducirse a vencer la negación material y despejar el
camino –al modo como el santo se pone a libertar a la Paloma que gime dentro de
su alma-para dar lugar a lo más perfecto.
Aquella, la dl genio, viene a ser en realidad algo así
como un desarrollo del don de la invención, y tal procedencia es más que
suficiente para explicar por allí el progreso aparente que se va observando en
la obra de un artista a medida que consigue perfeccionar la técnica de su arte
e intenta hacer más y más densa su trama.
En cuanto al artista, por muchas disposiciones que
aportare, no serán sus méritos de hombre quienes logren determinar la calidad
de su arte. Porque es claro que, sin aquellos dones latentes y gratuitos,
ninguna voluntad, por esforzada que fuese, podrá aproximarse siquiera a la
génesis del arte verdadero, ya que habrá siempre un paso, que el artista
indotado no sabría jamás dar; el paso inicial de la felicidad a la esencia de lo bello. Por lo que a sus
meritos de hombre se refiere, volveremos a encontrarnos con ellos en otra
parte.
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