Buenas
tardes. Un honor para mí compartir con ustedes, señores directivos de este
importante centro académico, profesores, graduandos, estudiantes, familiares y
amigos, algunas ideas acerca de la Importancia de la lengua y la literatura en
el perfil de un bachiller.
Quisiera,
antes de entrar en materia, agradecer al padre José Rafael Núñez Mármol, cariñosa
y familiarmente conocido como el padre Chepe, rector de este Instituto
Politécnico Loyola, así como al licenciado Pedro Hernández, director de
Bachillerato Técnico, por la gentil invitación y por el privilegio que me
brindan de poder dirigirme a esta audiencia, en el marco de un momento de tanta
importancia en la vida de los jóvenes graduandos y sus familias.
Asimismo,
quisiera aprovechar este momento inicial para extender una cálida y sincera
felicitación, como también un entusiasta y merecido reconocimiento a los
jóvenes graduandos que hoy alcanzan un peldaño más en el difícil, muchas veces
tan precario trayecto de la formación
profesional, peldaño sin el cual no podrían insertarse dignamente en el proceso
productivo o continuar otros niveles académicos de formación, para, de esa
manera, contribuir al necesario mejoramiento de su calidad de vida y las de sus
familiares, y al impostergable proceso de desarrollo económico, institucional y
social de nuestra nación. La imperiosa tarea de construir un mejor país se
encuentra en una disyuntiva: o lo hacemos ahora o no lo podremos hacer nunca.
Ustedes, la juventud, son la piedra angular de esa inaplazable empresa
nacional.
Hablar
acerca de la importancia de la lengua, es decir, de nuestro idioma, y de un
producto suyo, la literatura que a partir de nuestra lengua se escribe, se
cultiva, implica la necesidad de combatir algunos mitos, algunas acepciones
erróneas; es más, implica derribar algunos prejuicios, de los que solo voy a
señalar algunos.
El
primer prejuicio es el de creer, y es una falsa creencia tanto de profesores
como de alumnos, que la lengua materna es una asignatura más dentro del
currículo escolar. No es así. La lengua materna, su aprendizaje y su correcto
uso constituyen una necesidad existencial, una razón vital, un vínculo de raíz
con una cultura, una sociedad, una historia y un modo de pensar, de sentir y de
ser específicos. La lengua es, lo han dejado claro los lingüistas, semiólogos y
los filósofos del lenguaje, un sistema de símbolos, ciertamente. Pero no un
sistema de símbolos cualquiera, sino, el mayor, el lenguaje de lenguajes, el
que sirve para poder interpretar, estudiar y conocer los otros lenguajes.
Por
eso a la lengua se le llama sistema interpretante,
mientras que a los demás lenguajes, como la música, la pintura, las matemáticas
y demás, se les llama sistemas interpretados.
De ahí que también la lengua sea definida por Emile Benveniste, un maestro de
la lingüística del siglo XX, como el significante
mayor de una cultura. Y la cultura, ¿qué es? En efecto, un sistema de símbolos,
tanto materiales como espirituales, en el que la lengua, el idioma en que nos
comunicamos, el habla natural de las comunidades y sus variantes sociolectales, que sirve de materia prima a la literatura,
juega un papel preponderante.
Existe
una relación de primer orden entre lenguaje,
entendido como capacidad general de comunicación entre animales, entre seres
humanos y el mundo que nos rodea, o bien, la realidad. Por eso Ludwig Wittgenstein,
el gran filósofo vienés del lenguaje afirmó, en una de sus tantas sentencias
afortunadas, que “Palabras son hechos”. Asimismo, el filósofo antiguo Platón,
en su diálogo “Crátilo”, en el que conversan Sócrates, Hermógenes y el propio
Crátilo acerca de la naturaleza del lenguaje, deja establecido tres fundamentos
esenciales a lo que hoy es la lengua como sistema de símbolos que son el consenso, el uso y la significación de
los nombres de las cosas o palabras. Esta reflexión primigenia establece ya una
relación entre lenguaje y realidad, en cuyo trasfondo se encuentra, además, el
eje entre la verdad (alétheia) y la falsedad (pseûdos), dos
aspectos que serán esenciales para diferenciar luego la obra literaria como
ficción del documento científico natural o la historia como verdad. Pero, lo
interesante en Platón es haber llegado a la conclusión de que lo que da nombre
a las cosas es el pensamiento. Luego,
queda aquí establecido el vínculo indisoluble entre palabra, pensamiento y
realidad, más allá de que, en términos filosóficos, se tenga razón o no en
pensar que el nombre sea o no una manifestación de la cosa. Lo que resulta indiscutible es el hecho de que la adquisición
y dominio de una lengua implica conocimiento y dominio de la realidad.
Es
importante que entendamos el hecho de que al tener dominio de una lengua, por
ejemplo, de la lengua española como lengua materna para nosotros, estamos
asumiendo que ella, como significante
mayor de nuestra cultura, nos permite a su vez tener dominio sobre nosotros
mismos como personas y también poder interpretar el mundo y la realidad que nos
rodean. De ahí que mientras más conocimiento yo tenga de las propiedades
simbólicas y lógicas de mi lengua, al mismo tiempo, no solo podré comunicarme
mejor con los demás, podré escribirla y hablarla de manera más adecuada o
correcta, sino que también tendré un mayor autoconocimiento
o conocimiento claro de mi propio yo, de mi persona, y también, podré tener una
mayor comprensión de mi sociedad y mi mundo, como del conjunto de objetos
naturales y artificiales que me rodean y de las leyes mismas de la realidad.
Por eso, queridos jóvenes graduandos, la lengua tiene una importancia mucho
mayor que la de una simple asignatura más en el currículo escolar. Y de ahí que
aprenderla bien, dominarla bien, conocerla bien constituya una tarea de primer
orden en nuestro proceso de formación académica y profesional, no importa si
vamos a dedicarnos a la literatura, las artes, las ciencias naturales, las
matemáticas, la filosofía, la tecnología o las ciencias naturales. En la medida
en que poseo mi lengua me poseo a mí mismo sugiere el gran poeta Pedro Salinas
en su hermoso discurso “Aprecio y defensa del lenguaje”, dictado en la
Universidad de Puerto Rico, en 1944, durante su exilio caribeño.
Mi
lengua es, pues, el más brillante estandarte de mi cultura. En cuanto la
conozco a ella, me conozco yo. En cuanto la aprecio y valoro a ella, me aprecio
y valoro yo. En cuanto la cultivo a ella, me cultivo yo en pensamiento, en
riqueza espiritual, en capacidad o competencia para comunicarme con mis iguales
y en posibilidad de desarrollo material mío, de los míos y de mi sociedad. La
instrucción eficaz, desde la niñez, para los hombres y mujeres de la nueva
realidad que en un mundo globalizado vive nuestra sociedad, debe tener como
cimiento mayor el de la enseñanza de la lengua materna. Recuerdo a este
propósito un pensamiento del más grande de nuestros humanistas de todos los
tiempos, Pedro Henríquez Ureña, que sostiene: “Sigo impenitente en la arcaica
creencia de que la cultura salva a los pueblos. Y la cultura no existe, o no es
genuina cuando se orienta mal, cuando se vuelve instrumento de tendencias
inferiores, de ambición comercial o política, pero tampoco existe y ni siquiera
puede simularse, cuando le falta la maquinaria de la instrucción. No es que la
letra tenga para mí valor mágico. La letra es sólo un signo de que el hombre
está en camino de aprender que hay formas de vida superiores. Y junto a la
letra hay otros, también seguros: el voto efectivo, por ejemplo, o la
independencia económica” (En la orilla. Mi
España, México, 1922, citado por Soledad Álvarez, La magna patria de Pedro Henríquez Ureña, 1981). Noten cómo nuestro
insigne hombre de letras establece, con meridiana claridad, la relación entre
educación o instrucción, letra o lengua, pensamiento humanístico, vida en
democracia e independencia económica o desarrollo económico y social de los
pueblos, sobre todo, teniendo siempre muy claro que el ideal de justicia se antepone al ideal de cultura como lo expresó en su visión utópica de América.
Es
en la lengua, en el idioma donde se cristaliza nuestro modo de ser, de pensar,
de comunicarnos, de crear y de sentir. El habla, ha dicho el filósofo
existencialista Martin Heidegger, es la morada
del ser. En la oralidad, que es la materialización del acto de hablar,
descansa la esencia de la lengua en uso, del lenguaje cotidiano, de la forma
instrumental de la lengua para la comunicación. Aprender bien la lengua es la
puerta para conocer, en sus fundamentos y leyes, la naturaleza, la sociedad y
la cultura. Mientras más reducido, mientras más limitado es mi léxico o
cantidad de vocablos con que puedo nombrar las cosas y entidades abstractas, más limitado es mi conocimiento del mundo, de
la naturaleza y del ser humano. Mientras menos competencias lingüísticas
desarrolle un individuo, menores serán sus posibilidades de pensar, de razonar,
de conocer. Además, más bajo será el vuelo de su espíritu y mucho más estrecha
e inoperante será su concepción del mundo y del tiempo que les ha tocado vivir.
El
dominio de la lengua equivale al dominio del acto de pensar. Y si bien sirve
para la comunicación, no es la lengua un simple medio de comunicación, “sino la
expresión del espíritu y la concepción del mundo de los sujetos hablantes”,
subrayó en 1827 el humanista alemán von Humboldt. He aquí pues, la base para la
construcción del puente entre lengua y literatura, por cuanto, el arte de
escribir literariamente envuelve en su génesis el acto de pensar. Una obra
literaria, aunque hiervan en ella las pasiones y las emociones, es el resultado
de la articulación pensada de las posibilidades creativas o imaginativas de una
lengua. La literatura va mucho más allá del entretenimiento del lector, hasta
llegar a convertirse en una travesía, en un viaje imaginario que, afincado en
las propiedades expresivas y estéticas de la lengua, hace de la imagen un
concepto y de la palabra un pensamiento.
Adentrarse
en una obra literaria, sea una novela, un cuento, un ensayo, un poema, un
drama, en fin, significa penetrar las entrañas de una sociedad, una cultura,
una época, un estadio de la misma lengua y la forma de pensar e imaginar de un
individuo que ha sido el autor de la obra. La creación literaria tiene en la
lengua, como materia prima, una entidad viva, cambiante, evolutiva. Es por ello
que la imaginación literaria reta siempre la relativa rigidez de los estadios
descriptivos de una lengua, y a veces, muy a su pesar, le incorpora nuevas
palabras, nuevos giros expresivos, nuevos sonidos y nuevos sentidos, para
hacerla más abarcadora en su relación con el mundo concreto y más rica en su
propio acervo y su linaje cultural.
En
la cultura y la sociedad globalizadas de hoy, estamos compelidos a cuidar y
defender nuestra lengua de las amenazas de sus propios procesos degenerativos y
del impacto mismo de lenguas extranjeras. No podemos cerrarla a cal y canto,
pues, el comercio y la cultura planetarios destrozarían ese vano intento. Pero,
sí debemos mantenerla fresca, viva en sus esencias y sus raíces, aunque se abra
cada vez más al intercambio con las demás lenguas del mundo, y aprenda de
ellas, y de esa forma nos permita enriquecernos espiritualmente. Sin embargo,
debemos mantenernos vigilantes ante las agresiones que la vertiginosidad de los
artefactos o dispositivos tecnológicos dirigen contra las normas de nuestra
lengua materna. Esas degeneraciones idiomáticas propiciadas por el iPhone y el
BlackBerry son sinónimo de empobrecimiento espiritual y de estrechez mental. La
civilización se ha construido a través de los cimientos de las palabras. Y cada
palabra tiene un origen, una raíz, una historia, que bien puede evolucionar al
abrirse, como una ventana franca, al mundo exterior, a la globalización
posmoderna.
Lo
que no podemos aceptar es la fiesta deficitaria del lenguaje viral del
presente, que piensa más en el límite de los caracteres en sí mismos, antes que
en el lenguaje como límite de las posibilidades de conocimiento e
interpretación del ser humano y del mundo. La lengua es la depositaria por
excelencia de la historia de la civilización. La literatura es, pues, al mismo
tiempo, una aventura de la lengua y del pensamiento. Les invito, queridos
graduandos, a retomar o fundar en ustedes el hábito de la lectura, sea en los
libros convencionales de papel, en las tabletas o en los ordenadores. No
importa el soporte, lo que importa es que asuman la lectura como un acto de
expansión del conocimiento y del espíritu.
No
quisiera concluir esta intervención, sin que hagamos antes una reflexión de
orden ético, que atiene de manera troncal al individuo de la sociedad universal
actual; pero, muy especialmente, a la juventud de nuestro país. Ustedes son la
encarnación presente de las esperanzas del mañana, de un futuro más promisorio,
justo, solidario y humano para todos los dominicanos. Así como tenemos una
responsabilidad ante el reto de cuidar y defender nuestra lengua y nuestra
cultura, también somos responsables ante la necesidad de contener, a toda
costa, las fuerzas reactivas, vergonzantes y antidemocráticas que vienen
atentando contra la honestidad y la decencia en nuestra sociedad, confundiendo
a las masas por medio de discursos demagógicos, populistas y falsarios, que
tienen un solo propósito: el del enriquecimiento ilícito para provecho propio,
en detrimento de los derechos del pueblo y de su posibilidad de vivir en
condiciones más dignas, menos inhumanas y precarias y orientadas hacia un mejor
porvenir.
Si
no nos unimos, persona a persona, hogar por hogar, familia por familia al
llamado ético de detener y denunciar el latrocinio y la corrupción que han
gangrenado los cimientos morales de nuestra sociedad y de sus estamentos
jurídicos, políticos e institucionales, entonces, asistiremos, tristes y
derrotados, al lamentable sepelio de nuestro porvenir como nación y de la
viabilidad inmediata de nuestro Estado y sus derechos y bienes conquistados.
Piensen en ello, y piensen en la inutilidad de cuanto, con esfuerzo, con
sacrificio y con honestidad han logrado obtener hasta hoy como individuos y
como sociedad; ustedes que hoy alcanzan el peldaño del bachillerato técnico,
piensen para qué habrá servido, si lo único que tendremos por delante serán el
abismo social y la incertidumbre existencial.
¿Qué
derecho tienen los que con sus actos vergonzosos cotidianos, en el supuesto
nombre de la patria y de la autoridad pública, amenazan la paz social y
debilitan el tejido gregario y la institucionalidad en nuestro país; qué derecho
tienen a arrebatarles a ustedes vilmente la aspiración a un mejor futuro y a la
dignidad como conquista del bien común? ¿Qué derecho tienen ciertos falsos
dirigentes, salvo honrosas excepciones, a tratarnos como ciudadanos ingenuos y
dóciles, como tontos, mansos y útiles a sus propósitos viles, como si no
fuésemos dueños de un pensamiento, un sentimiento, un derecho inalienable a la
dignidad y el bienestar y un inmenso deseo de soñar en un país libre de toda
escoria seudodemocrática, protegida por un manto indecoroso de impunidad,
atropello y poder mercurial? No hay derecho. Pero, si no actuamos para contener
ese tsunami de populismo barato y de distracción demagógica, en los que se
afanan en hacer perpetuos ciertos personajes de la vida pública y privada, entonces,
seguirán construyendo un edificio de impunidad en su propio favor y nos
arrebatarán el derecho al imperio de la ley, del decoro y la decencia. Ojalá
que la confianza depositada por la sociedad en la renovación del Estado y el
adecentamiento de las instituciones del país, propio de los últimos catorce
meses, no sea defraudada una vez más.
En
ustedes descansa, queridos y admirados jóvenes, si es que nuestras fuerzas
presentes se agotaran, el deber de salvar la supervivencia ética de nuestra sociedad
y de sus instituciones públicas y civiles. Este es un mayúsculo desafío que las
nuevas fuerzas de la nación no pueden eludir. La lengua y la literatura, junto
a todas las otras manifestaciones del arte y del pensamiento, aunque no lo
parezcan, forman parte de los valores y el legado institucional y democrático
que debemos salvar del abismo, el desconcierto y la putrefacción.
Que
no les falten ni la inteligencia ni el coraje, y que los profundos cambios
hacia una sociedad con mayor equidad social y con mayor respeto a la ley y a la
vida que desde ahora ponemos en sus manos, no se hagan esperar un día más.
Muchas
gracias.
Estuve presente en la graduación y ese caballero se expresó excelentemente bien, y creo que es un discurso muy acabado
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