Balbuceo de
sonidos y manifestaciones rítmicas tenían los indios de la Española. Los sonidos
guiaban sus danzas. El baile ha acompañado siempre al hombre primitivo como
natural sacudida del cuerpo a un choque emocional cuya raíz está más adentrada
en la carne que en el espíritu. Los indígenas bailaban al golpe del ritmo y
oscilando en un espacio reducido de sonidos. Es lo que hacen todavía algunas
tribus que no han aprovechado el contacto civilizador. De lo que fueron sus
bailes o areitos, tenemos algunas noticias.
El jerónimo Fray
Ramón Pane, dice en el informe que escribió por encargo del Almirante Don Cristóbal
Colón: ..."Lo mismo que los moros, tienen (estos indios) su ley expuesta
en canciones antiguas, por la que se gobiernan... Cuando quieren cantar sus
canciones, tañen cierto instrumento que... es de madera, cóncavo, fuerte...
Este instrumento hace tanto ruido que se oye a distancia de una le-gua y media.
Al son de éste cantan sus canciones, que las saben de memoria; lo tocan los
hombres principales, que aprenden a manejarlo desde niños, y a cantar según su
costumbre".
Gonzalo
Fernández de Oviedo, en su historia general y natural de las Indias, dice:
"Y en esta isla (Santo Domingo), a lo que he podido entender, sólo sus
cantares que ellos llaman areitos, es su libro o memorial que de gente en gente
queda de los padres a los hijos y de los presentes FLERIDA DE NOLASCO
a los
venideros"... Y más adelante: "Tenían estas gentes una buena e gentil
manera de memorar las cosas pasadas e antiguas; y esto en sus cantares e
bailes, que ellos llaman areitos, que es lo mismo que nosotros llamamos bailar
cantando. El cual areito hacían de esta manera. Cuando que rían haber placer,
celebrando entre ellos alguna notable fiesta, o sin ella por su pasatiempo,
juntábanse muchos indios e indias (algunas veces los hombres solamente y otras
las mujeres por sí); y en las fiestas generales, así como por una victoria o
vencimiento de los enemigos, o casándose el cacique o rey de la provincia, o
por otro caso en que el placer fuese comúnmente de todos, para que los hombres
e mujeres se mezclasen. E por más entender su alegría e regocijo, tomábanse de
las manos algunas veces, e también otras trabábanse brazo con brazo ensartados,
o asidos muchos en rengle (o en corro así mismo) e uno de ellos tomaba el
oficio de guiar (otra fuese hombre o mujer) y aquel daba ciertos pasos adelante
e atrás, a manera de un contrapás muy ordenado, e lo mismo (y en el instante)
hacen todos, e así andan en torno cantando en aquel tono alto o bajo que la
guía entona, e como lo hace e dice, muy medida e concertada la cuenta de los
pasos con los versos e palabras que cantan. Y así como aquel dice, la multitud
de todos responde con los mismos pasos e palabras e orden; e en tanto que
responden, la guía calla, aunque no deja de andar el contrapás. Y acabada la
respuesta, que es repetir lo mismo que el guiador dijo, procede en continente,
sin intervalo, la guía a otro verso e palabras, que el corro e todos tornan a
repetir; e ansi sin cesar, les dura esto tres o cuatro horas y más, hasta que
el maestro o guiador de la danza acaba su historia; y a veces les dura desde un
día hasta otro".
"Algunas
veces junto con el canto mezclan un atambor, que es hecho en madero redondo,
hueco, concavado, e tan grueso como un hombre e más, o menos, como le quieran
hacer; e suena como los atambores sordos que hacen los negros; pero no le ponen
cuero, sino unos agujeros e rayos que trascienden a lo hueco, por do rebomba de
mala gracia. E así, con aquel mal instrumento o sin él, en cantar (cual es
dicho) dicen sus memorias e historias pasadas, y en estos cantares relatan de
la manera que murieron los caciques pasados, e cuántos e cuáles fueron, e otras
cosas que ellos quieren que no se olviden. Algunas veces se re-mudan aquellos
guías o maestro de la danza; y, mudando el tono y el contrapás, prosigue en la
misma historia, o dice otra (si la primera se acabó) en el mismo son u otro.
"En tiempo que el Comendador mayor Frey Nicolás de Ovando gobernó esta
isla, hizo un areito ante él Anacaona, mujer que fué del cacique o rey Caonabó
(la cual era gran señora), e andaban en la danza más de trescientas doncellas,
todas criadas suyas, mujeres por casar; porque no quiso que hombre ni mujer
casada (o que hubiese conocido varón) entrasen en la danza o areito"...
"Los
areitos de esta isla, cuando yo los ví el año de mil e quinientos e veinte, no
me parecieron cosa tan de notar como los que ví antes en Tierra Firme y he
visto después en aquellas partes"...
"En tanto
que duran estos sus cantares e los contrapases o bailes, andan otros indios e
indias dando de beber a los que danzan, sin se parar alguno al beber, sino
menean-do siempre los piés e tragando lo que les dan. Y esto que beben son
ciertos brebajes que entre ellos se usan, e que-dan, acabada la fiesta, los más
de ellos y de ellas embriagadose sin sentido, tendidos por tierra muchas horas.
Y así como alguno cae beodo, le apartan de la danza e prosiguen los demás, de
forma que la misma borrachera es la que da conclusión al areito. Esto cuando el
areito es fecho en bodas o mortuorios, o por una batalla o señalada fiesta; porque
otros areitos hacen muy a menudo sin se emborrachar".
"El atambor
es un tronco de un árbol redondo, (repite Oviedo) e tan grande como lo quieran
hacer, e por todas partes está cerrado, salvo por donde le tañen, dando enci ma
con un palo, como en atabal, que es sobre aquellas dos lenguas que quedan en
medio del tronco (este tipo de atambor tenía la abertura en forma de hache; el
otro tipo tenía 16 la abertura en forma de cuadrilongo: el primero se tocaba
con la abertura en forma de cuadrilongo: el primero se tocaba con la abertura
hacia arriba; el segundo con ella hacia abajo").
Refiriéndose a
Puerto Rico dice Oviedo que sus indios y los de Santo Domingo son "en los
areitos e juegos e otras cosas muchas, muy semejantes los unos a los
otros". Y de Cuba que "los ritos e idolatrías, el juego, todo esto es
como lo de la isla Española".
Fray Bartolomé
de Las Casas, en su Historia de Indias, dice: Los indios de esta isla (Santo
Domingo) son inclinadísimos y acostumbrados a mucho bailar, y, para hacer son
que les ayude a las voces o cantos que bailando cantan y sones que hacen,
tenían unos cascabeles muy sutiles, hechos de madera, muy artificiosamente, con
unas piedrecitas dentro, las cuales sonaban, pero poco y roncamente"...
"Eran muy amigos de sus bailes... los brazos de los unos puestos por los
hombros de los otros, que ni una punta de alfilar salía un pie más que el otro,
y así de todos. Las mujeres por sí bailaban con el mismo compás, tono y orden;
la letra de sus cantos era referir cosas antiguas, y otras veces niñerías, como
"tal pescadillo se tomó de esta manera e se huyó", y otras
semejantes... Cuando se juntaban muchas mujeres a rallar las raíces (yuca o
mandioca) de que hacían el pan cazabi, cantaban cierto canto que tenía muy
buena sonada"...
Dice el Padre
Las Casas que los cantares y bailes que llaman areitos era "cosa mucho
alegre y agradable para ver". Y refiere cómo "llamó Mayobanex a su
gente; dáles de la mensajería y sentencia del Adelantado (Don Bartolomé Colón)
y de los cristianos; todos a una voz dicen que les entregue a Guarionex, pues
por él los cristianos los per-siguen y destruyen. Respondió Mayobanex que no
era razón entregarlo a sus enemigos, pues era bueno y a ninguno jamás hizo
daño, e allende ésto, él lo tenía y había sido siempre su amigo, porque a él y
la reina su mujer había enseñado el areito de Maguá, que es a bailar los bailes
de la Vega, que era el reino de Guarionex"...
En la brevísima relación de la destrucción de las Indias, dice Las Casas:
"Hacían los bailes de los de Cuba a los de esta isla (Santo Domingo) gran
ventaja en ser los cantos, a los oídos, muy más suaves".
Siglos después
-1730 comentó el P. Jean B. Le Pers en su historia: "A pesar de que
nuestros indigenas no tenían escritura, ni ninguna figura jeroglífica que
pudiera servir-les para recordar el pasado, no dejaban de conservar sus
recuerdos. Se valían de canciones cuya letra narraba los acontecimientos más
memorables; y esas canciones se multiplicaban a propósito de los sucesos que
acontecían, y los nuevos hacían olvidar los más antiguos".
Me parece lógico
pensar que la cantinela no varíaría siempre que la letra cambiara. Es el
fenómeno que por lo general se ha realizado, y que observamos en las genuinas
melodías de los pueblos ignaros. En las canciones rústicas el sonido es mucho
más consecuente y conservador que la le-tra; una misma melodía sirve para
cantar distintas letras. ¡Cuánto más invariables serían las melodías indígenas!
Y continúa Le
Pers, recogiendo noticias de la población autóctona: "Los indígenas
ocupaban parte de su tiempo en el baile y el juego. El juego más ordinario era
el que llaman batos, que se parecía mucho al juego de la pelota. Las pelotas no
estaban infladas de viento: eran macizas, aun-que de una materia porosa y
ligera que les permitía rebotar con facilidad. Estaban hechas de una pasta que
consistía en raíces de cierto árbol, mezcladas con otras plantas,
y esto realizado
con tanto acierto que parecía negra pez. Los españoles, que se apresuraron a
exterminar a los indígenas, (Le Pers era francés) no estuvieron atentos a investigar
el secreto de esta composición".
"No
lanzaban la pelota con el pie, sino con la cabeza, con la cadera, con el codo,
con los hombres y, con mayor frecuencia, con las rodillas. En este juego tenían
una des-treza increíble. Jugaban grupo contra grupo tanto los hombres como las
mujeres. La victoria se decidía a favor del último que retenía la pelota del
adversario. Y recomenzaban de nuevo, hasta que la partida se terminaba. El
juego finalizaba con una danza prolongada hasta el agotamiento de los
bailadores, tomando parte ambos bandos contrarios".
No es
intempestivo recordar el papel que representan los juegos en la educación de
los pueblos, siendo ellos causa y efecto de mejoramiento. Que los bandos que se
discutían in victoria se unieran en posterior y unánime regocijo, "en una
danza prolongada", denuncia una efectiva compresión del significado de la
simpatía y la colaboración colectivas.
El Doctor Rafael
Díaz Niese, en su estudio "La alfarería indígena dominicana",
concurre en la observación de que "por su posición insular la población
aborigen (de esta isla) se encontraba al abrigo de aquellas oleadas culturales
que tan honda discontinuidad introducen, de súbito, en todas las
manifestaciones de una cultura". No obstante, clasifica en cuatro grupos
diferenciados las piezas de alfarería indígena que se conservan en nuestro
Museo Nacional, y considera que las del tercero y cuarto "adquieren
caracteres verdaderamente artísticos". Y agrega: "Estas piezas están
modeladas con una sutileza de manos de excepcional calidad.... Grande es su
perfección, segura su estilización, sobrias y armoniosas sus proporciones,
complicado y abstruso el significado esotérico que adivinamos adscrito a cada
uno de ellas... con simplicidad técnica de gran estilo, del mejor efecto
artístico. Detalles anatómicos se encuentran tratados con tal verismo y
justeza, que si no fuera por la máscara de ex-presión innegablemente indígena y
la actitud típica de ídolo primitivo, podrían tomarse por bibelots modernos de
la más libérrima y atrevida expresión. Nuestras vasijas pueden compararse con
la cerámica peruana de Huascoy, y, con mayor propiedad aún, con la Nazca".
Sin embargo, en la cerámica quisqueyana falta totalmente la policromía. Pero encuentra
el aludido autor que "esa misma sobriedad permite que el modelado
adquiera, libre de aditamentos y fantasías coloreadas, todo su relieve e
íntegra significación mítica y escultórica".
Sir Robert
Herman Schomburgk, cónsul de la Gran Bretaña en Santo Domingo a mediados del
siglo XIX, después de realizar observaciones sobre el terreno, formuló la
hipótesis de que los indígenas que habitaban la Isla cuando ocurrió el
descubrimiento, eran un pueblo que había suplantado, con una cultura inferior,
a otra de status de vida más avanzado. Si se admitiera esta hipótesis, las
muestras de cerámica de mejor realización serían las más antiguas, pues
pertenecerían al pueblo suplantado.
El Doctor René
Herrera, actual catedrático de antropología y etnología en nuestra Universidad,
basándose en recientes investigaciones, sostiene opuesto criterio y admite como
cierto que los llamados taínos (hombres buenos) últimos pobladores indígenas de
la primitiva Quisqueya, fue el pueblo más adelantado y capaz de realizaciones
de apreciable belleza que habitó la Isla.
Pero si la
cerámica puede incluirse entre las labores de artífices manuales, no así la
música, que es creación de más intrincadas sutilezas y que probablemente no
llegaría a alcanzar en los taínos adelantos apreciables.
"Bailaban
formando rueda: uno entonaba una canción y los otros (el coro)
contestaban".
Este canto
alternativo puede decirse que ha sido la forma universal y espontánea de la
canción popular, la que por fin consigue fijar su estructura, determinada en su
origen por el instinto de las colectividades al ponerse necesaria-mente en
contacto recíproco. Uno anuncia, dice, dirige...y los demás contestan, corroboran,
insisten. Es el eterno diálogo; el que dio lugar al nacimiento de la tragedia
griega; el que vemos prolongarse cada día cuando observamos la intencional
estructura de la canción popular, que anuncia, para volver enseguida sobre el
enunciado e inicial pensamiento.
"Mientras
bailaban y cantaban, el cacique o señor del lugar hacia resonar una especie de
tambor. El privilegio de tocarlo le estaba reservado como uno de sus más
hermosos derechos. Continuaban en el ejercicio de la danza hasta que las
fuerzas les faltaban, y al fin se dormían embriagados con el humo del
tabaco".
Se refiere que
los oráculos avisaron cuántos males ten-dría que padecer este pueblo, y que la
terrible profecía era repetida en una canción que entonaban en lúgubres ceremonias
celebradas en días determinados.
Puede
conjeturarse, con bastante probabilidad de certeza, que en la música de
nuestros indígenas se distinguían tres modalidades correspondientes a tres
estados de alma: a la exaltación, modalidad heroica; a la tristeza, en duelos,
aflicciones y desgracias: modalidad elegíaca. con los obliga-dos aditamentos
rituales propios del mito religioso; y a la ingenua alegria: mientras se pesca,
mientras se arrulla al hi-jo, mientras se ralla la yuca para hacer el pan
cazabe: tonada más propiamente popular.
Mutuos
intercambios existían entre los distintos jefes de tribus. Así, vemos a
Guarionex enseñarles a Mayobanex y a su mujer el areito de Maguá, que cantaban
en la Vega; y al mismo tiempo nos detenemos a admirar el criterio del deber
traducido en agradecimiento y fidelidad por el favor y el afecto del amigo bueno,
al estimar Mayobanex la amistad (fruto de cultura espiritual) sobre cualquiera
otra conveniencia, aunque ésta fuera la propia vida. Nos preguntamos si este
rasgo de virtud heroica no sobrepasa las exigencias de la ley natural.
Parece
innecesario reiterar que la aseveración y ni si quiera la suposición de que en
Santo Domingo pudo quedar rastro de la música primitiva que practicaron los
indígenas, es ligereza que no tiene base en qué apoyarse. Como ningún morador
europeo de estas tierras se preocupó de fi jar en escritura musical los sonidos
que cantaban sus habl tantes, tan despreciados por la gran mayoría de los
españoles y que desaparecieron tan prematuramente, en qué puede fundarse la más
que endeble, insostenible hipótesis de que pudiera llegar hasta nosotros alguna
muestra escrita de sus cantares? Descartada la fantasía de que se conserva en
escritura un areito de Anacaona (superchería inventada para halagar al haitiano
Rey Enrique Cristóbal) tampoco debe aludirse a la bella reina como si hubiera
podido ser susceptible de singularidad. ¡Ella, que fue sacrificada antes de haber
tenido tiempo de asimilar algo de cultura europea!
El sonido es
como la palabra. La capacidad de emitir tan-to la palabra como el sonido es
innata, y su práctica puede ser no sólo temprana, sino precoz; no es imposible
que se inicie con el primer despertar de la natural inteligencia. Pero de
articular vocablos y sonidos, y hasta de construir con corrección la frase, a
realizar el arte, (la belleza sistematizada) con sonidos o con palabras, hay
mucha distancia. En el conjunto de manifestaciones artísticas (situémonos en
cualquier plano relativo de cultura) la música es generalmente la última en
alcanzar la meta del ideal de belleza.
¿Qué música
pudieron producir nuestros indios? No saberlo es vacío que nunca podremos
llenar; pérdida más lamentable cuanto más irreparable es. Las tonadas
indígenas, a falta de otros méritos, hubieran tenido para nosotros un positivo
valor sentimental e histórico.
Cuando los
españoles llegaron a nuestra Isla encontraron un pueblo el taíno que además de
pescador era agricultor. La elaboración del cazabe alcanzó a ser entre ellos
una verdadera industria. Sabía tejer redes, cestas, hamacas. Labraba piedras
durísimas, no sólo con fines de utilidad material, sino con fines artísticos.
Los taínos construían casas (bohíos) y vivían en comunidades; respetaban la
unión conyugal, reconocían la autoridad de sus Caciques, y tenían el sentido de
la sociabilidad. Tenían creencias y observaban sus tradiciones; estimaban la
amistad, apreciaban la libertad como un bien superior y, finalmente, la
defendieron has-ta apelando a la guerra.
"No se
piense que Enriquillo estuvo siempre a la defensiva... (1519-1533) ni que solamente acometiera a los que entraban al
Bahoruco. Sus salidas al llano... fueron muchas Tuvo arte de guerrillero... Las
mujeres estaban en sitios recónditos, no se hacía humo sin su licencia, ni
tala, etc.; a los gallos tenían cortada la lengua para que no cantasen no
hacían frente (a los españoles) sino en sitio y ocasión de ofenderlos... cuando
estaban lejos de defensas naturales, carısaban al enemigo hasta acabárseles el
agua y los bastimentos: entonces era el atacar y, cuando no podían, el
burlarlos con vayas y cantaletas". (1)
Pero "los
conquistadores desarticularon su régimen de vida, destruyendo su organización
social; se les sumió en un sistema inaudito de explotación sin precedentes en
la historia humana". (2).
(1) Fray C. de
Utrera: Enriquillo y Boyá. Tip. Franciscana, C. T. 1946.
(2) Manuel A.
Peña Batlle. La Rebelión del Bahoruco. Impre-sora Dominicana. C. T. 1948.
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