Palabras leídas en la real academia de la lengua Española
el día 23 de abril de 1955, para celebrar la Fiesta nacional del Libro Español.
No tengo a la vista los textos oficiales en que esta
anual fiesta del Libro esta instituida. Mas no me parece grave osadía suponer
que el legislador la ideo como ocasión propicia para que el libro Español fuese
públicamente festejado con palabras próximas al panegírico y al pregón de
venta, que de todo ello necesitaba y sigue necesitando esta empresa criatura de
la minerva castellana. Contábase de antemano, sin duda, con que al bueno de
Miguel de Cervantes no le desplacería ver usado su nombre en beneficio de todos
sus cofrades de oficio, incluidos aquellos que, según la discriminadora
sentencia quijotesca, “componen y arrojan libros de si como si fuese buñuelos’.
Viva, pues, el libro, sea buñuelo o diamante, mil años
viva y triunfe sobre craza rudeza de quienes no quieren catarle, y sobre la
voluntad interesada de cuantos quisieran poner en su ligar las invenciones del
puro ver y el puro oír. Pero la variedad de sentidos que en nuestro idioma posee la preposición
“de”-para tan frecuente tortura de lo que escribimos-, permite entender el nombre
de esta efemérides de un modo inverso al habitual, y elevar el libro a
festejante, en vez de reducirlo a festejado. La Fiesta del libro truécase así
en la que este nos depara. Será, pues, aquella en que el libro se nos revele y ofrezca
como fiesta, a la manera en que para los levantinos es “fiesta del fuego” la
que el fuego y el ruido les regalan. ¿Acaso no hay libros que son pura fiesta para
el espíritu y aun para el cuerpo de
quien los lee, suave fiesta sin estruendo alguno y con solo el recóndito e
invisible fuego que la lectura haya encendido en el alma del lector?
Nuestra vida de azacanes-no otra cosa va siendo las de
los hombres desde que comenzamos a llamarnos “modernos”, y más aún después de
no llamárnoslo-ha desvirtuado en exceso el primitivo sentido de la palabra
“fiesta”. Fiesta ha venido a ser término sinónimo de vacación y diversión. Frases
como “sala de fiestas’ y “fin de fiesta” corren entre nosotros como disfraz
cotidiano de realidades mucho mas negociosas que festivales; harto alejadas, en
cualquier caso, de la luminosa y enaltecedora significación que el festus dies tuvo en la antigüedad y ha
seguido teniendo en el mundo cristiano. La fiesta, ha escrito Carlos kerenyi,
el conocido historiador de las religiones, “reúne e si el descanso, la identidad
de la vida y la contemplación”. De ahí que sea y deba ser a la vez “diversión”
y “conversión”, y que el hombre celebre en ella, al modo pagano o al modo cristiano,
el gozo de sentirse personal y colectivamente ordenado en la totalidad del
mundo. De otra manera, se convierte el día festivo en mera holganza del instinto
o, como Quevedo diría, en “deshombrecimiento”
¿Cuándo, entonces, podrá el libro constituirse en
fiesta? ¿Cómo habrá de ser el libro para que nuestra relación con el sea plenamente
festival o se halle próxima a serlo? Y para no salir de aquello que el día de
hoy pide de nosotros, ¿cuándo y cómo el libro español llegara a festejarnos a
sus lectores y aun a ser pata nosotros verdadera fiesta? A riesgo de suscitar
vuestro enojo, viéndome, contra vuestro mandato, mucho mas pedigüeño que
festejante, voy a emplear los minutos que me habéis señalado indicando sin remilgos
de erudito, muy como lector de pan llevar, las condiciones mínimas en que un libro
español puede hacer autentica fiesta el acto de leerlo. Cuando, en suma, podrá
ser real y verdaderamente “festivo” para los españoles el día en que a la vez conmemoran
os la pobrísima muerte de nuestro sumo escritor y nos afanamos por celebrar la
Fiesta del Libro.
Procedamos desde lo más exterior a lo más íntimo, y
consideremos ante todo el papel.
Noble materia esta, cuando es de veras noble. Hay papeles cuyas cualidades
visuales y táctiles compiten con las que resplandecen en las más egregias materias
artificiales y naturales: la seda fugitiva y tenaz, el prócer terciopelo, el
honrado y usadero lino, la superficie solemne del mármol, el bruñido tibio y familiar
del alabastro. Quien, entre los aficionados al libro, no ha sentido en sus ojos
y en las yemas de sus dedos la casta y como respetuosa fruición de contemplar y
acariciar una hoja de buen papel blanco, marfileño, azulenco o cremoso ¿ Y quién
no ha percibido que el estilo de un texto impreso parece más caro y digno, y más transparentes y aladas sus
ideas, cuando el papel sobre que descansa posee el adecuado decoro? De ahí mi desazón-pienso
que también la vuestra-cuando compruebo las frecuentes deficiencias de los
papeles españoles: su excelencia de cola, que los hace quebradizos, ondulados y
remisos al buen asiento de la tinta de
imprimir; su color, tantas veces más orientado hacía el plomo que hacia el
marfil; la no rara desigualdad entre el anverso y el reverso de la hoja, lioso
y uniforme aquel, levemente reticulado este. Hácense en España papeles excelentes
y aun óptimos por que no acontece siempre así? Bueno sería que el deseo de ser
festejados por el libro comenzase a manifestarse como acuciosa y eficaz preocupación
de todos por la calidad de los papeles españoles. Bastaría con que nos empeñásemos
en hacerlos merecedores de hospedar sobre su haz-humildemente en la edición de
la Oda a Salinas o los razonamientos
entre Don Quijote y el Caballero del Verde Gabán.
Del papel hemos de pasar a la impresión, obra oficio
de pro. No es mi propósito cantar de nuevo esta tarde el prestigio inmarcesible
de Elzeveris y Plantinos, Oporinos y Aldos, Ibarras y Sanchas. Hágalo otro con mayor autoridad en la historia de las artes de
imprimir. Yo, que me esfuerzo cuanto puedo por vivir en mi tiempo por equivar la tentación de la nostalgia, alabare el
renovado buen gusto de los tiempos actuales, fieles otra vez, casi siempre, al canón
leonardesco-la proporción de la figura humana-y no exentos de la elegancia seca
y fina que nuestros días piden. Si la maestría del libro leído lo permite, ¡que
apacible y regaladamente suele progresar la mirada a lo largo de las líneas hoy
impresas en Suiza, en Inglaterra, en Alemania, en Francia y en Norteamérica! Ampliamente
se han beneficiado de esta renovación tipográfica las prensas hermanas de
argentina y Méjico. Bastante menos forzoso es confesarlo, las imprentas
españolas.
Acaso no sea i inoportuno utilizar esta ocasión para
hacer un doble ruego: al poder público hay que pedir con instancia mayor atención
al decoro externo de juestaras
publicaciones. No es mucho momento lo
exigido. Con solo una mínima parte del
dinero que hoy se emplea en otras mercancías de importación, bastante mas mas suntuarias, ¿Cuántas impecables matrices
de linotipia podrían ser adquiridas, en beneficio de nuestro idioma impreso? A
los impresores debemos rogarles un ay otra
vez celo y pulcritud en el cotidiano ejercicio de su arte: la exclusión
cuidadosa de esas delgadas impresiones sobreañadidas, que ellos suelen llamar “pelos”,
y que allí lo son mucho más de Gorgona que de Venus; la armoniosa distribución
de las letras en la línea y en la página; la incesante atención a la concordia
estética entre las varias familias tipográficas que en su oficina posean, para
perpetuo destierro de esas páginas de tipo versales donde toda heterogeneidad parece
tener asiento; la evitación meticulosa de erratas , máculas de impresión !Qué
peste, Santo Dios, la de la errata! ¡Y que consuelo cuando la imprenta nos
ofrece la apreciable ayuda de uno de esos viejos correctores, duchos en el
manejo de la gramática y el diccionario, celosos de su personal responsabilidad
y siempre dispuestos a discutir
amablemente con el autor por quítame allá ese acento o esa coma! Sin ellos, sin
su generoso y puntilloso desvelo, nunca nuestro libro podrá ser motivo de
fiesta.
Autor, editor e impresor suelen compartir el mérito o el demérito de la cubierta del libro. Muy
desiguales se muestran las que hoy salen de nuestros tórculos. Ya no son pocas,
por ventura, las que van ateniéndose a los cánones del buen gusto; los cuales
podrán no estar escritos según lo que el
viejo dicho asevera, mas no por ello
dejan de poseer secreta vigencia. ¿Quién
no los siente así, aunque no ejerza funciones de inquisidor estético, al
contemplar el variopinto espectáculo que de ordinario ofrecen las vitrinas de
nuestras librerías? La inventiva personal dispondrá siempre de su derecho y de
su ámbito; la época de la impresión del libro brindara ineludiblemente sus
preferencias y sus modas y aun las
impondrá, a veces; la índole de la materia impresa exigirá, por una parte, que
sea sobria y severa la cubierta de unos libros y alegre y llamativa la de
otros. Pero al término de tan diversas instancias, siempre habrá modos admirables y modos horrendos de presentar el
libro a los ojos del posible lector; y los modos admirables lo serán, sin
excepción, cuando en ellos hayan llegado a juntarse el buen gusto pictórico y
el buen gusto tipográfico. ¿Por qué nuestras grandes empresas editoriales no
recaban la ayuda de artistas de calidad, y por qué éstos no dedican a las artes
de imprimir la atención que en su tiempo y a su modo dedicaron hombres como
Manet, Odilon Redon, Toulouse Lautrec y Pierre Bonnard? Manet ilustró y cuidó la edición de El cuervo,
de Poe, y de L΄ apr̀es-midi d́́΄un faune,
de Mallarme; Odilon Redon tuvo a su cargo la ilustración y la impresión de
varias obras de Flaubert; Bonnard no vaciló en decorar el Solfege ilustré de Terrase. No sería difícil imaginar entre nos0tros
coyundas literarias y gráficas análogas a las mencionadas, y no sólo para deleitar
a la parva y segregada pléyade de los bibliófilos, sino para complacer y educar
la varia y dispersa legión de cuantos necesitan de cuando en cuando el viático
del libro.
No menor cuidado requiere entre nosotros la
encuadernación. Hablo ahora de la que da cuerpo al libro que el librero recibe
y vende, no a la que por encargo
del lector aficionado a pieles y oros-feliz quien pueda serlo-realizan los Palominos
y los Brugallas. Mucha es aquí la tarea pendiente. Mientras el cartón de las
tapas se combe y alabee, dócil y aún complaciente a los cambios de la humedad de
la atmósfera; mientras tan apresuradamente deshagan su ayuntamiento la cartulina
y el lomo, rebeldes una y otro a la cola que debe aunarlos; mientras las telas
sigan encrespándose en ampollas y pápulas sobre el cartón subyacente, mas como
piel de escaldado que como revestimiento de materia muerta; mientras el acto de
abrir el libro sea unas veces vano, porque sus hojas se nos cierran sin demora,
y otras catastrófico, porque sus costuras se
nos quiebran sin remedio; mientras la encuadernación, en suma, no sea a
la vez firme y obediente, flexible y duradera, el libro español no llegara a
procurarnos la fiesta que de él esperamos y
nuestras letras merecen.
Papel, impresión, encuadernación, cubierta: aprendamos
a cuidar con solicitud creciente su presencia y su aderezo. Pero es obvio que
el libro no ganara plenamente condición festival si el contenido de sus páginas no constituye el principal motivo de
esa fiesta que su lectura debe brindarnos. ¿Cuándo el acto de leer llegara a
festejarnos el espíritu, según la más noble acepción de este envilecido verbo?
¿Cuándo serán real y verdaderamente festae
horae las transcurridas en la compañía del libro, ardua muchas veces,
deleitosa otras tantas y muy pocas inútil? Hace ahora tres años me cupo el honor de exponer ante vosotros
algunas ideas acerca de la lectura, considerada como actividad del alama
humana. No temáis que os someta ahora a la enfadosa obligación de escucharlas
de nuevo. Recordare tan solo que me atreví a clasificar las lecturas en tres
grandes ordenes, correspondientes a los tres modos principales de acción sobre
el espíritu del lector: la diversión, la convivencia y la perfección. Hay libros
que os di vierten, libros que nos procuran compañía de personas reales o
fingidas, libros que nos perfeccionan. Pues bien: cuando la diversión, la convivencia
y la perfección lectivas serán vida festiva, fiesta genuina, para el hombre que
de ellas goza? Mi breve digresión anterior permite una fácil respuesta. Diversión,
convivencia espiritual y perfección serán para el lector verdadera fiesta
cuando traigan a su existencia descanso gozoso, amplitud e intensidad en el
vivir y recta ordenación en la totalidad de lo real. No siempre ocurre así.
Regalara una lectura descanso gozoso, amplitud e intensidad en el vivir y recta
ordenación en la totalidad de lo real. No siempre ocurre así. Regalara una
lectura descanso, y este será ocasión de gozo, cuando alivie y reponga a quien
lee de su vida cotidiana y negociosa, sean de índole intelectual o de índole
manual los quehaceres que la llenen. Bien conocida es la acción restauradora
que un cambio de lecturas suele producir en el alma de quienes trabajan
mentalmente. Aumentara la lectura, por otra parte, la amplitud y la intensidad
del vivir, cuando por su virtud alcance la existencia zonas o niveles situados
allende la limitación que el trabajo – incluido el más
“espiritual”-inexorablemente acarrea. El trabajo puede aumentar nuestro caudal
de bienes, obras o saberes, pero siempre a costa de habernos limitado al
cultivo de un tema bien determinado y circunscrito; y así es posible que el Rinconete, El sueño de una noche de verano o
las Elegías de Duino hagan festival y más amplia e intensa, siquiera por
unas horas, la vida del historiador, el astrónomo y el filósofo. Imagínese lo
que podrá decirse de otros modos de vivir menos distantes del lucro material.
Ganara la fiesta, en fin, integridad y plenitud, cuando aquello que leemos
contribuya a ordenarnos rectamente dentro del todo de la realidad? ¿Dónde y cómo
yo, hombre singular, estoy situado en el cosmos, en la historia y en la económica
de la vida espiritual? ¿Qué sentido tienen mis acciones, mis costumbres, mis
pensamientos y mis gustos, mirados desde este triple punto de vista? Hay
lecturas- y no sólo en las especulativas y didácticas; también entre las
compuestas para diversión- capaces de darnos alguna luz en el empeño de
responder a tales interrogantes. Ellas son las que ordenan nuestra existencia,
las que hacen más alta y noblemente
festivo el acto de leer.
No puede acabar aquí el examen de las condiciones que
hacen festival a la lectura. Al menos, para quien sea español, además de ser
lector, y sienta como suyos todos los problemas del libro editado en España. ¿Podrá
ser fiesta, mientras los libros españoles no lleguen con facilidad y eficacia
hasta donde llega la lengua en que se hallan escritos? ¿Podrá serlo, mientras
nuestras bibliotecas públicas y privadas no sean lo que para el menos ambicioso
deben ser?
Pensemos algunos minutos en la difusión del libro español. Mucho hacen por ella el interés
de los editores y la constante solicitud del instituto del Libro. Mucho mas harían-estoy
seguro- si pudieran. Pero tan estimable eficacia y tan óptima voluntad distan
no poco de colmar las medidas de lo deseable, al menos desde el punto de vista
del autor y el lector. Imaginad a un español devoto de la lectura, paseante de
sus recuerdos y aficiones por el Girón de la Unión, de Lima. Camina lentamente,
como esponjado y empapando su alma en el gustoso zumo histórico del mundo que
le rodea. Va oyendo a breves retazos la dulce españolía del habla peruana;
contempla el barroco por igual fino y opulento, de la Iglesia de la merced;
vislumbra luego, a través de los zaguanes siempre abiertos, tal o cual parvo
resto de un patio que tuvo en Sevilla su modelo; admira el vigor ambicioso de
la vida allí transeúnte, vida actual y arraigada, a la vez. Todo parece conspirar
a su contenido, hasta que una urgente
nota visual introduce su disonancia en esa grata polifonía sentimental y
estética. ¿Acaso no disuena de ella la multicolor
vitrina de una librería, llena de volúmenes impresos en Méjico, en la
Argentina, en los estados Unidos y en Francia, pero escasísima en libros españoles,
tal vez carente de ellos?
Grave y complejo problema este de la difusión
universal de nuestros libros. No soy yo, ciertamente, el llamado a resolverlo, ni
esta parece ser la ocasión más adecuada para ello. Diré tan solo que la empresa
de su adecuada solución requiere el esfuerzo cooperante y solidario de tres
instancias diversas: autores, editores y estado. El autor y el editor deben
emplearse con ahínco en la producción de libros que aúnen interna y externamente
la excelencia y la sugestión. No es mucho pedirles, si quieren llamarse continuadores
y herederos de nuestra tradición literaria. El Estado, por su parte, hallase
reciamente obligado por un doble imperativo: ampliar cuanto sea posible las
franquicias y ventajas de los autores y editores y considerar la exportación del
libro con un criterio distinto del meramente económico. El cumplimiento de
aquel mandamiento nos pondría en camino d recuperar la hegemonía en la traducción de libros
extranjeros al castellano; fiel en idónea observancia de este otro nos permitiría
llevar impreso nuestro idioma a todos los lugares en que se habla. Líbreme Dios
de menospreciar la exportación de naranjas, piritas y azogue. Pero los
españoles somos, ante todo, exportadores de hombres y de idioma, y a tales “productos”,
y a la actitud ética, intelectual y estética de que ambos deben ser portadores,
habríamos de consagrar siempre nuestra atención más cuidadosa y favorecedora.
De otro modo-perdonadme que vuelva otra vez a mi terco estribillo
admonitorio-el libro español no podrá ser para nosotros ocasión de fiesta
cabal.
Como no podrá serlo, ya lo dije, mientras en España no
crezca considerablemente la solicitud por nuestras bibliotecas públicas y privadas. Dejemos ahora intacto el problema
que plantean aquellas; mencionaremos, a lo sumo, sin otro comentario, la
escasísima participación de su presupuesto en los generales del Estado, las
provincias y los municipios, relativamente a lo que es norma en otros países de
tradición equiparable a la nuestra. Después de todo, esa deficiencia- que gravita
inexorablemente sobre el presupuesto privado de cuantos por su oficio necesitan
renovar sus libros-quedaría en buena parte compensada si los españoles, cada
uno según sus propios medios, pusiesen entre sus gustos y deberes el de
formarse una biblioteca particular. Contemplad in mente el grupo, pequeño o
grande, de los que integran nuestra
burguesía acomodada: el labrador de Andalucía, Valencia o Extremadura, el rentista,
el funcionario y el comerciante de Madrid, el industrial de Bilbao, Vigo,
Barcelona, el Minero, el naviero y el terrateniente de donde haya minas,
barcos, tierras que poseer ¿Cuántos son entre ellos, los u ene los muros de sus
viviendas dedican uno o dos lienzos-no pido mucho-a la noble decoración que el libro
otorga? ¿Y cuántos los que dedican a la lectura de libros una parte de su ocio
o descanso? Hay hombres que no pueden leer, sea por enfermedad o por
ignorancia. Pues bien: junto a la alexia y al analfabetismo, que así llamamos
técnicamente a esas dos imposibilidades, yo pondría el “alegismo”, la manquedad
espiritual de quienes no lee porque no quieren leer. O acaso porque no saben.
Han aprendido, tal vez, a entender utilitariamente la significación de la palabra
escrita, mas no henchir su espíritu de esa savia sugestiva y confortadora que
la lectura ofrece a los que en ella no
buscan utilidad inmediata y computable.
Eppur si mouve. Y, sin embargo, el libro español puede ser ocasión
de fiesta, aunque todavía no alcance a serlo de modo plenario. El papel, la
impresión, la encuadernación y la cubierta y el contenido de nuestros libros
permiten no pocas veces la inútil y gozosa entrega a una lectura festival. Si
la difusión universal de esos libros no es aun la deseable, algo hay que en
ella que justifica y alienta nuestra esperanza. Y por evidente que sea el
menester de nuestras bibliotecas públicas y privadas, nunca será imposible
descubrir en ellas un rincón apto para la degustación morosa del libro
apetecido. Cuando disponga de unas horas libres, hacia ese rincón dirigirá los
pasos el lector que haya sabido conocer y apreciar su grata luz, o su silencio,
o el buen asiento del sillón que allí le
espera, o acaso todo ello junto. Abrirá sin prisa ni violencia el volumen que
ese día le haya pedido en su alma la voz secreta de la afición. Adoptará
luego-leve molicie-la postura en que más gustoso le sea el quieto ejercicio de
leer. Sentirá o no sentirá luego que el mundo visible desaparece en torno a él,
absorto como esta por el invisible mundo que su libro ofrece. Poco a poco, su
vida interior ira haciéndose más nueva, más amplia e intensa, más lucida y ordenada.
Así un minuto, y otro, y otro. Para nuestro hombre-un hombre que cualquiera de
nosotros puede ser-, el libro se ha trocado en verdadera fiesta. Ea, no es tan
difícil ni costoso que el libro, hoy en España festejado, se os convierta, por unas
horas, en obsequioso festejante.
Madrid, abril de 1955.
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