miércoles, 26 de enero de 2022

¿TURISTA YO? ¡NI HABLAR! MARÍA JOSÉ RAZKIN.

 



Erika, una alemana que cayó en el país, por uno de esos intercambios hoteleros muy largos de detallar, le hizo gracia la primera vez que un moreno criollo le grito al poco rato de bajarse del avión “¡Eh my friend!, taxi, taxi”, dicho en un acento muy cibaeño.

Le pareció, de primera impresión, así, a botipronto, un país muy hospitalario y desordenado, muy parecido al que le habían contado sus antecesores en similar travesía, y comprendió a la perfección, en cuanto sintió la primera bocanada de calor, el apego de sus conciudadanos.

Como todavía se hacía un lio con el cambio, entre los dolores, marcos y pesos, y se sentía un poco mareada por el viaje y los merengues que le había puesto el taxista (debía pensar este que cuanto más ruidosos mejor, y el “mami tírame un beso”, debía gustarle mucho al buen hombre ya que lo tarareo con insistencia), Erika pago sin rechistar su cuenta, a la que añadió una propinita porque el se había afanado en su recorrido, chapurreando con esmero el poco ingles que sabía ye so hay que agradecerlo siempre.

A lo que era un mangú de plátanos, un riquísimo sancocho con arroz blanco, le enseñaron a bailar salsa y bachata y entro en su realidad cotidiana, no le costó demasiado trabajo comprender que la ecuación “extranjera-sola-rubia” equivalía e mayoría de las veces  a “próxima víctima con dolares a la vista” por parte de más de un vivo que veía la posibilidad de hacer su agosto aunque estuviera solo en abril.

Erika descubrió, por ejemplo, que su media cajetilla de cigarrillos rubios le costaba empipanablemente uno o dos pesos más que a cualquier compañero de oficina, y que los “sándwiches” con un jugo que apuraba al mediodía iban acompañado de una sonrisa un tanto maliciosa del que atendía y un: ¡Dame setenta ahí!, rematados por un: ¡Eighty, Eighty”!, cuando se daban cuenta de que no había entendido nada.

Como buena europea, no estaba acostumbrada al sabio arte del regateo. Salvo en algún mercadillo pobre de baratijas, ropa y relicarios, en todos los países civilizados que había visitado, siempre pagaba lo que le pedían, pensando que era el precio justo, real y equitativo para todo el mundo, fuera foráneo local, blanco, prieto o mestizo. Una especie de al pan, pan y al vino (pues acábelo usted mismo).

Pero poco a poco se fue enterando de lo que valía un peine en un cabello malo, y se fue cansando de que cada viaje al paletero, a un mercado de artesanía, un supermercado “especializado” en clientes extranjeros o una carretera tomada en caulquier calle, por poner algunos ejemplos, acabara casi siempre con un balance de unos cuantos pesos en su contra. Naturalmente también conto con honrosas excepciones a este tipo de argucias que le devolvieron, la confianza en que no todo estaba perdido.

Pero a modo general, la sonrisa inicial que desplego nada más poner sus pies en tierra firme, se le fue transformando en un dejo de amargura y queja y  de manera práctica, en la firme intención de encontrar un pronto y sabio remedio para colocar sus divisas que no eran tantas, a salvo de la astucia local.

Por suerte fue aprendiendo pronto el español y al “¡hola, adiós, ¿Cómo estás? Y My nombre es Erika” típicos de los primeros balbuceos idiomáticos fue añadiendo ya frases más o menos elaboradas  dichas con mucho acento germano al estilo de ¡cuánto cuesta¡, “demasiado caro” o “¡oh! Lo siento solo tengo 10pesos!”. Naturalmente detrás de estos aprendizajes estaban los consejos de sus compañeros de labores o dominicanos de buena fe que querían salvar a la extranjera de las garras de los tigüeres aprovechados.

Pero ni modo: su cabello bueno y rubio y su piel blanca delataban demasiado, y comenzó a pensar que en este país, para según que cosas, ser de fuera podía ser un problema.

Así que comenzó a usar una táctica  estratégicamente recomendada y era la de preguntar antes de comprar: “psst. Mirra (le costaba pronunciar las erres sencillas). ¿A cómo me das eso?, pero mira yo soy rubia pero no soy turista, yo trabajo aquí”.

Esta frase le fue dando un mejor  resultado y generalmente iba acompañada de esta expresión del vendedor:” Ah, pero esta gringa sabe mucho”, y ciertamente le servía para  lograr una rebajita, de a veces hasta la mitad del precio original.

De esta manera aprendió a sobrevivir aunque tuvo que echar muchas “pela de lengua” todavía porque había gente empeñada en ver a todo extranjero como un ricachón con el signo de dólar en la frente, cuando de eso, la mayoría de las veces, nada.

Dos años después, cuando finalizo su contrato, Erika dejo el país.

En su equipaje acumulo todas sus experiencias agradables que fueron muchas y desatinos, los menos. Pero sobre todo volvió a recuperar la sonrisa ingenua con la que había descendido tiempo atrás. Ahora si sabía regatear, pelear y hasta soltar alguna mala palabra en español, o si estaba muy enfadada en alemán para que nadie se enterara, para dejar muy claro que pendeja ¡nada!.

Y de turista… ¡ni hablar1

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