FRAGMENTO.
El Santo Domingo de
Guzmán en que yo vine al mundo era una ciudad pobre, humilde y tranquila, donde
se oían frecuentes toques de cornetas, se rezaba un poco y casi no se hacía
nada.
Los habitantes eran
sencillos, honestos y pundonorosos. Como único esparcimiento tenían sus fiestas
de barrio y procesiones. Una o dos veces al año asistían a una corrida de
toros, a un circo de maromas o iban al teatro.
De vez en cuando les
molestaba la tropa abigarrada en la Fortaleza, los tres tiros de alarma y los
frecuentes sitios de la ciudad. Pero los protegía su Policía, formada por
vecinos conocidos, respetuosos y abnegados. Un cuerpo de Serenos les cuidaba el
sueño y sus intereses en la noche, les anunciaba la hora, y por añadidura, les
hacía saber el estado del cielo.
Pero su vecindario
contaba con una Escuela Normal, un
Colegio San Luis Gonzaga, un Instituto Profesional, y por sus calles sucias,
cubiertas de yerba, sin aceras y estrechas, llenas de perros y en las que no
faltaban burros, caballos, chivos y cerdos realengos, se cruzaban el Padre
Billini y Don Manuel de Jesús Galván, Don Eugenio María de Hostos, Don Emiliano
Tejera y Don Félix María del Monte, Don José Gabriel García y Doña Salomé Ureña
de Henríquez.
Y en el Palacio
Arzobispal tenía a Monseñor Fernando Arturo de Meriño.
Los hombres de aquellos
tiempos podían decir con orgullo: ¡Vaya una cosa por la otra!
La tienda que tuvo mi
padre en la calle del Conde era una tienda mixta, como decían entonces. Además
de las provisiones que no podían faltar: arroz, habichuelas banilejas, manteca
de El Globo, mantequilla La Vaca-
había allí toda clase de telas y artículos de fantasía. La mitad del aparador
estaba surtida con prusianas francesas, poplines, bogotanas, muselinas,
bastillita, listados, driles de todas clases y fuerte azul. También había
cintas de todos los colores, botones de nácar y de huesos, hilo de coser,
encajes, pañuelos de Madrás, tiras de hiladillos y perfumería. Un tramo estaba
lleno de Agua de Florida de Lamman y Kemp y de Kananga del Japón y en los
parales del aparador colgados de clavos, había docenas de tacitas para café y
espejitos con tapas, que eran muy solicitados por los marchantes.
En la otra mitad del aparador
era una botillería: cerveza de la T, licor de Resolio, anís asafalte, jinebra,
ron, vinagre, aceite, y muchas cosas más.
El cajón se iba
llenando de motas poco a poco. El peso no descansaba. Y a veces el papel de
estraza en que ese envolvía las provisiones escaseaba.
Por la calle del Conde,
sucia, asoleada, estrecha y polvorienta pasaba todo, desde Vidal Gallina, Pamparruá,
Juanico el Loco y Mama Reina, hasta los próceres de la Independencia y de la Restauración,
cuando los llevaba hasta el cementerio el gran Balandrán, con su enorme túbano
en la boca, echándole el humo a la comitiva, para pasarlo por la puerta del
Conde como era de rigor dispensándoles con esto, el único honor que hasta
entonces se había otorgado a los que tenían la fortuna de morir en esta vieja
ciudad de Santo Domingo de Guzmán.
Por la calle del Conde
transitaban durante la mañana numerosos campesinos que llegaban de los
alrededores de la ciudad: de Haina, de San Cristóbal, de La Venta, de los
Minas, de Los Alcarrizos y de otros diferentes sitios que hoy se han convertido
en ensanches de la ciudad.
Entraban estos
campesinos por la Puerta del Conde, montados sobres sus bestias: caballos,
burros, bueyes-caballos, luciendo grandes sombreros de canas, pañuelos Madrás
atados a la cabeza o sujetos al cuello, cachimbos de barro o de tapitas, y a veces
armados de revólveres, de cuchillos y machetes de cabo.
Eran estos campesinos,
los compai y las comai de otros tiempos que recorrían la calle del Conde para
vender sus productos y, luego de
realizar estas operaciones, visitaban las tiendas y pulperías para proveerse de
lo indispensable para sus hogares situados del otro lado de las murallas.
Iban estos campesinos,
blancos, negros, mulatos, de puerta en puerta, con sus bestias a rebiate,
ofreciendo sus artículos: melao, cazabe, morros de boruga, miel de abejas,
ajonjolí, funde, pulpa de tamarindo, cañafístula, jengibre, víveres de todas
clases y frutas de la estación. Leña, cuba a, escobas y sus palos, macutos,
sogas de majagua para sacar el agua de los pozos.
En la época de las
lluvias, en la calle del Conde, como muchas otras calles de la ciudad se
convertía en un lodazal. Las bestias que entraban a ella lo amontonaban y las
aceras y hasta las fachadas de las casas se cubrían de manchas de barro rojo.
Y los grandes aguaceros
la llenaban de basuras. El agua que descendía de los barrios altos, de San
Miguel, de San Lázaro, de la cuesta del Vidrio, arrastraban toda clase de
desperdicios que se detenían en las vías del tranvía que le servía de represa y
allí se acumulaba de todo, bagazos de caña, petacas vacías de carbón, cascaras
de plátanos y una infinidad de inmundicias.
Durante la seca era
polvo lo que se encontraba en la calle. Un polvo fino, colorado, que cubría los
mostradores, que ensuciaba las habitaciones y que se palpaba en todas partes
donde se pasaba una mano limpia. Todos los días
tenían que dedicar un buen tiempo a la limpieza del establecimiento y en
ocasiones les era menester cubrir algunos artículos para evitar que se empuercaran.
Las noches en la calle
del Conde eran tristes. Des pues de las nueve la envolvía un silencio tan
profundo y una soledad tan completa que Idelfonso Sánchez no pudo menos que
tomar por un fantasma a Don Manuel Lebrón, una noche de 1880.
Las tiendas de la calle
del Conde vendían muy poco en las tardes y casi nada en las primas noches. Pero
como no había leyes de cierre los comerciantes cerraban sus establecimientos a
la hora que mejor les convenía.
La calle del Conde, en
el Navarijo, estaba formada por unas cuantas casitas modestas de una planta y
de algunos bohíos.
Eran estas noches del
Navarijo aburridas, monótonas. La guardia de la puerta del Conde, las animaban
de vez en cuando con sus cantos, su güira y su tambora. Pero hacia días que
permanecía callada porque el vecindario se había quejado. El Centinela se hizo
eco de estas quejas, y el Gobierno prohibió estos Cantos.
Para mi padre era un
evidente progreso el haber podido establecerse en una calle tan principal. Y no
estaba equivocado.
NAVARIJO.
Editora Montalvo. 22 de octubre de 1956. Ciudad Trujillo.
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