Erika, una alemana que cayó
en el país, por uno de esos intercambios hoteleros muy largos de detallar, le
hizo gracia la primera vez que un moreno criollo le grito al poco rato de
bajarse del avión “¡Eh my friend!, taxi, taxi”, dicho en un acento muy cibaeño.
Le pareció, de primera
impresión, así, a botipronto, un país muy hospitalario y desordenado, muy
parecido al que le habían contado sus antecesores en similar travesía, y
comprendió a la perfección, en cuanto sintió la primera bocanada de calor, el
apego de sus conciudadanos.
Como todavía se hacía un
lio con el cambio, entre los dolores, marcos y pesos, y se sentía un poco
mareada por el viaje y los merengues que le había puesto el taxista (debía
pensar este que cuanto más ruidosos mejor, y el “mami tírame un beso”, debía
gustarle mucho al buen hombre ya que lo tarareo con insistencia), Erika pago
sin rechistar su cuenta, a la que añadió una propinita porque el se había
afanado en su recorrido, chapurreando con esmero el poco ingles que sabía ye so
hay que agradecerlo siempre.
A lo que era un mangú de
plátanos, un riquísimo sancocho con arroz blanco, le enseñaron a bailar salsa y
bachata y entro en su realidad cotidiana, no le costó demasiado trabajo comprender
que la ecuación “extranjera-sola-rubia” equivalía e mayoría de las veces a “próxima víctima con dolares a la vista” por
parte de más de un vivo que veía la posibilidad de hacer su agosto aunque
estuviera solo en abril.
Erika descubrió, por
ejemplo, que su media cajetilla de cigarrillos rubios le costaba empipanablemente
uno o dos pesos más que a cualquier compañero de oficina, y que los
“sándwiches” con un jugo que apuraba al mediodía iban acompañado de una sonrisa
un tanto maliciosa del que atendía y un: ¡Dame setenta ahí!, rematados por un: ¡Eighty,
Eighty”!, cuando se daban cuenta de que no había entendido nada.
Como buena europea, no
estaba acostumbrada al sabio arte del regateo. Salvo en algún mercadillo pobre
de baratijas, ropa y relicarios, en todos los países civilizados que había
visitado, siempre pagaba lo que le pedían, pensando que era el precio justo,
real y equitativo para todo el mundo, fuera foráneo local, blanco, prieto o
mestizo. Una especie de al pan, pan y al vino (pues acábelo usted mismo).
Pero poco a poco se fue
enterando de lo que valía un peine en un cabello malo, y se fue cansando de que
cada viaje al paletero, a un mercado de artesanía, un supermercado
“especializado” en clientes extranjeros o una carretera tomada en caulquier calle,
por poner algunos ejemplos, acabara casi siempre con un balance de unos cuantos
pesos en su contra. Naturalmente también conto con honrosas excepciones a este
tipo de argucias que le devolvieron, la confianza en que no todo estaba
perdido.
Pero a modo general, la
sonrisa inicial que desplego nada más poner sus pies en tierra firme, se le fue
transformando en un dejo de amargura y queja y
de manera práctica, en la firme intención de encontrar un pronto y sabio
remedio para colocar sus divisas que no eran tantas, a salvo de la astucia
local.
Por suerte fue
aprendiendo pronto el español y al “¡hola, adiós, ¿Cómo estás? Y My nombre es
Erika” típicos de los primeros balbuceos idiomáticos fue añadiendo ya frases
más o menos elaboradas dichas con mucho
acento germano al estilo de ¡cuánto cuesta¡, “demasiado caro” o “¡oh! Lo siento
solo tengo 10pesos!”. Naturalmente detrás de estos aprendizajes estaban los
consejos de sus compañeros de labores o dominicanos de buena fe que querían
salvar a la extranjera de las garras de los tigüeres aprovechados.
Pero ni modo: su cabello
bueno y rubio y su piel blanca delataban demasiado, y comenzó a pensar que en
este país, para según que cosas, ser de fuera podía ser un problema.
Así que comenzó a usar
una táctica estratégicamente recomendada
y era la de preguntar antes de comprar: “psst. Mirra (le costaba pronunciar las
erres sencillas). ¿A cómo me das eso?, pero mira yo soy rubia pero no soy
turista, yo trabajo aquí”.
Esta frase le fue dando
un mejor resultado y generalmente iba
acompañada de esta expresión del vendedor:” Ah, pero esta gringa sabe mucho”, y
ciertamente le servía para lograr una
rebajita, de a veces hasta la mitad del precio original.
De esta manera aprendió a
sobrevivir aunque tuvo que echar muchas “pela de lengua” todavía porque había
gente empeñada en ver a todo extranjero como un ricachón con el signo de dólar
en la frente, cuando de eso, la mayoría de las veces, nada.
Dos años después, cuando
finalizo su contrato, Erika dejo el país.
En su equipaje acumulo
todas sus experiencias agradables que fueron muchas y desatinos, los menos. Pero
sobre todo volvió a recuperar la sonrisa ingenua con la que había descendido
tiempo atrás. Ahora si sabía regatear, pelear y hasta soltar alguna mala
palabra en español, o si estaba muy enfadada en alemán para que nadie se
enterara, para dejar muy claro que pendeja ¡nada!.
Y de turista… ¡ni hablar1
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